Colombia es un país donde la controversia no descansa. Todos los días hay algo que sorprende e indigna profundamente. Una de las varias controversias de la semana pasada tuvo que ver con Matarife: un genocida innombrable, la mini-serie para Whattsapp y Telegram acerca de Álvaro Uribe Vélez, escrita por Daniel Mendoza. Desde que fue anunciada, las redes han estado en ebullición y durante los días previos a su lanzamiento (el 23 de mayo) la polémica estuvo, aparentemente, sin cuartel.
No comento la serie porque no la he visto; además, no creo que me vaya a aportar mucho. Primero, crecí en Medellín y llegué a la temprana adultez a finales de los noventa, cuando Uribe era Gobernador de Antioquia, es decir, cuando implementó las CONVIVIR y cuando tuvo lugar la masacre del Aro (durante la cual un helicóptero de la gobernación sobrevoló el lugar de los hechos mientras los habitantes eran exterminados). Segundo, llevo doce años estudiando la cultura, los medios, la política y la historia de Colombia. Aunque no me tocó vivir en Colombia durante el periodo de Uribe, conozco bastante bien su legado.
No pienso tampoco entrar en el debate de la calidad narrativa o estética del producto, aunque sí debo decir que siempre me dejan aterrada los ataques demenciales y llenos de bilis contra Carolina Sanín cada vez que da su opinión acerca de lo que sea. Sobre esto ya he escrito en este blog. Tampoco tengo la intención de comentar el machismo de Mendoza: cualquiera que haya crecido en Colombia, independientemente de su sexo, sexualidad, y posicionamiento político, tiene una enorme dosis de machismo integrado y deshacerse de eso requiere largos años de estudio y de introspección, además de ganas. He tenido por Twitter que lidiar con hombres de izquierda, claramente formados, claramente brillantes y claramente decididos a no ver su propio machismo, hasta el punto de querer explicarme —a pesar de que mi producción académica es mayoritariamente en revistas de teoría y estudios feministas de talla internacional— qué es el feminismo.
El tema que quiero abordar aquí es otro: el legado de Uribe. Es precisamente en nombre de ese legado que La Silla Vacía publica un texto de Tatiana Duque, el viernes 22 de mayo, donde tanto autora como medio buscan deslegitimar a Matarife por haber sido creada por un periodista que “tiene vínculos con la izquierda”, que se basó en el trabajo de periodismo investigativo “de dos investigadores abiertamente activistas antiuribistas” —Gonzalo Guillén y Julián Martínez— y que ha sido compartida a través de Twitter por Gustavo Petro y Hollman Morris.
En un tono que desvela preocupación, comenta la autora que, a juzgar por la cantidad de trinos dedicados a la serie, ésta podría volverse viral y podría contribuir a afianzar en las generaciones nacidas después de la “Seguridad Democrática” “la idea que la izquierda ha promovido sobre el legado de Uribe”. También augura que la serie abrirá un debate en torno a la libertad de expresión, a “los alcances y límites éticos del periodismo” (no sé qué quiere decir con eso) y a la posibilidad que brindan los canales de mensajería para la viralización de contenidos políticos.
Desafortunadamente, la deontología profesional es completamente ajena a la práctica periodística en Colombia y el texto, tal y como fue publicado, ya no existe. En efecto, el original fue editado a causa de los numerosos comentarios negativos de usuarios de Twitter que apuntaron al hecho de que éste se refería a lo que se conoce en Colombia como “falsos positivos”, “chuzadas” y “Agro Ingreso Seguro” como “episodios complejos judicialmente” y sugería que la serie iba a reforzar “prejuicios” sobre Uribe. Una buena práctica periodística llamaría a la publicación de una errata independiente con acceso directo desde el artículo en cuestión. Si se recurriera a la edición del artículo mismo, debería indicarse en una nota al pie de página cuál fue el error y la fecha de la corrección. Pero la edición en la que incurrió La Silla Vacía, no sólo no corresponde a la corrección de un error (lo corregido no es un error), sino que el texto ya no muestra traza alguna de que hubo una versión original en la que se refirieron a lo señalado arriba como “episodios complejos judicialmente” y consideraron lo que pasó en Colombia bajo el mando de Uribe como “prejuicios” hacia él. Así, si en diez años se investigara el periodismo digital en la Colombia de la primera parte del siglo veintiuno, no habrá referencia directa a la elección original de los calificativos aplicados a lo que se menciona.*
En efecto, la corrección se hizo porque las expresiones funcionan en el contexto como eufemismos que buscan atenuar la responsabilidad de quien fuera jefe máximo del estado colombiano durante el periodo en el que ocurrió lo que se está calificando. La utilización de eufemismos para calificar hechos o personas no corresponde a un error, sino que revela el posicionamiento ideológico frente a dichos hechos y/o personas de parte de quien está escribiendo/publicando.
Recurrir a eufemismos para referirse a las prácticas sistemáticas y sórdidas/criminales del estado, de los políticos y de las clases dominantes es común en el periodismo colombiano. El término “polémico” es uno de los ejemplos más flagrantes y que más pasiones enciende. No obstante, lo que más choca en el caso en cuestión es que la expresión “episodios complejos judicialmente” estaba calificando hechos aterradores en una democracia —aunque principalmente nominal, Colombia es una democracia— que se han sedimentado en el imaginario colectivo colombiano —gracias al trabajo incansable de los medios de comunicación— en expresiones ya eufemizadas al extremo de manera que ocultan la magnitud colosal de lo que hay detrás.
La expresión “falsos positivos” se usa para denotar el asesinato masivo y selectivo de miles de personas (mayoritariamente hombres), pobres o muy pobres, por parte de las fuerzas armadas entre 2002 y 2010; las “chuzadas” se refiere al esquema de interceptaciones ilegales, a gran escala, llevado a cabo durante años contra periodistas y opositores políticos; “Agro Ingreso Seguro” denota el desvío masivo y millonario, hacia familias propietarias de grandes latifundios, de los fondos de un programa estatal para incentivar el agro. Todas estas expresiones son empleadas en el artículo y, aunque éste haya sido editado con el fin de atenuar la doble-eufimización, el asunto central permanece: su objetivo es hacer un trabajo ideológico que deslegitime a quien enfatiza el horror que, aunque ubicuo en Colombia, alcanzó límites insospechados con Uribe.
Los hechos listados arriba en su expresión cruda —no eufemizada— son elementos incontestables de la historia de Colombia que ocurrieron durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez y constituyen, entonces, no “prejuicios”, sino parte de su legado. Dicho de otro modo: independientemente de cómo se evalúen en términos éticos y morales (en función de la propia ideología), su ocurrencia no está en tela de juicio, pues que ocurrieron cuando Uribe era el jefe máximo del estado ha sido probado hasta la saciedad. Aunque la persecución sistemática de la oposición y la implementación de esquemas que redistribuyen entre grandes latifundistas los recursos del estado destinados a pequeños y medianos agricultores haya sido investigado sólo en el país, el caso de las más de tres mil personas pobres asesinadas a sangre fría (para inflar el body count en la guerra anti-insurgente que lleva décadas en Colombia), durante las dos presidencias de Uribe y del ministerio de defensa de Santos, ha sido objeto de investigación de múltiples organizaciones no gubernamentales internacionales. En 2015, Human Rights Watch describió a los mal llamados “falsos positivos” como “uno de los peores episodios de atrocidad en masa del hemisferio occidental en décadas recientes”. El horror de este caso no se limita a los crímenes en sí mismos, sino que incluye las trabas que el estado colombiano ha puesto (durante y después de Uribe) para la verdad, la justicia y la reparación, propiciando de esta manera que éstos sigan en la impunidad. Esa impunidad —que revictimiza constantemente a las familias de aquellos asesinados por quienes tenían la obligación de protegerlos— también hace parte del legado de Uribe y esto, nuevamente, es independiente de cómo se posicione uno ética y moralmente frente a ella.
Sin embargo, La Silla Vacía busca enmarcar esos hechos como meras interpretaciones de la izquierda colombiana y de activistas anti-uribistas con una agenda política. Este es el objetivo del artículo. En efecto, la idea del “periodismo militante” es una de las más destacadas, pues no sólo aparece en el título mismo —“Entre opacidad, militancia y acusaciones a Uribe de genocida, arranca Matarife”— y en el encabezado de una de las secciones —“El debate sobre libertad de expresión y el periodismo militante”—, sino que constituye el núcleo del argumento mismo en la sección dos —que se lee cual memorial de agravios—, dedicada enteramente a dar detalles que probarían que Mendoza es alguien de izquierda y que tiene una agenda política: en su rol de abogado ha defendido a figuras de izquierda como Clara López y Piedad Córdoba, funge como abogado actual de Guillén y, aunque no conoce personalmente a Gustavo Petro, se entiende como “petrista” (término también circulado sin cesar por los medios y por la derecha reaccionaria y la liberal para denotar a quien es de izquierda).
El absurdo de lo anterior se cristaliza en el hecho de que el artículo en cuestión es uno más entre muchos que muestran que La Silla Vacía hace un periodismo tan militante como el que buscan deslegitimar. Con él pretenden, primero, disminuir la responsabilidad del jefe máximo del estado colombiano que estableció una directiva que favoreció el asesinato por parte de la armada de miles de hombres pobres, so pretexto de que aún no lo han hallado directamente culpable. (Quien espere desenterrar un memo firmado, datado y sellado donde Uribe dé la orden explícita de matar, no entiende nada de política ni de cómo funciona el mundo). Segundo, sugerir que —a pesar de ciertos bachecitos— Uribe logró una mejor Colombia y entonces enfocarse en el asesinato en masa —a lo que apuntan los términos “matarife” y “genocida” en el título completo de la mini-serie— distorsiona su legado. En efecto, la preocupación de que Matarife circule ampliamente a través de los canales de mensajería y determine cómo las generaciones pos-“Seguridad Democrática” terminen por entender dicho legado, es central. De allí la utilización del término original “prejuicios”, posteriormente eliminado.
Esto significa que La Silla Vacía parte de una evaluación netamente positiva de la gestión del ex-presidente y actual senador, particularmente respecto al programa de la “Seguridad Democrática”. Dicho programa consistió en la sobre-militarización de la sociedad colombiana, lo cual, a su vez, facilitó el asesinato masivo de ciudadanos inocentes y pobres. Vale también la pena anotar que Uribe tiene actualmente múltiples investigaciones abiertas en su contra por sus vínculos con el paramilitarismo —cuyas víctimas han sido mayoritariamente campesinos, indígenas, líderes (comunitarios, sindicalistas y sociales) y defensores de derechos humanos— punto que La Silla Vacía desestima. Este es otro hecho y no una interpretación que deriva de mi propio posicionamiento a la izquierda del espectro político.
Sin embargo, evaluar positivamente la implementación de la “Seguridad Democrática” y pasar de largo la enorme lista de acusaciones y de testigos —muchos de ellos casualmente asesinados— que vinculan a Uribe con el paramilitarismo, sí deriva de un posicionamiento ideológico. Primero, es un enfoque de la historia reciente de Colombia que enfatiza el rol de las guerrillas en el conflicto, mientras minimiza/ignora el de las fuerzas armadas del estado y de las fuerzas paramilitares. Esto, a su vez, equivale a apoyar el revisionismo histórico, pues la evidencia factual apunta a que los crímenes de las fuerzas estatales y para-estatales son más numerosos y más atroces que las de todas las guerrillas juntas. Segundo, es asumir que el asesinato masivo de gente pobre fue el precio que hubo que pagar para que la ciudadanía de bien pudiera ir a sus fincas, fomentar el turismo y atraer grandes capitales extranjeros para reactivar la economía y la industria extractivista. Tercero, es hacer la evaluación del legado de Uribe desde el punto de vista y los intereses de Uribe mismo y del uribismo.
En conclusión, de la misma manera que Revista Semana (y que todos los otros medios dominantes en Colombia), La Silla Vacía milita por una sociedad pro-Establecimiento y ofrece una interpretación gobernista de la historia. Esto significa que, en lugar de estar en el supuesto “centro”, su posicionamiento ideológico está muy a la derecha del espectro político. Es decir, el periodismo hecho en el medio y por su directora (Juanita León) es tan militante como el de Daniel Mendoza en Matarife, sólo que a diferencia de ella, él lo admite.
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* El 25 de mayo, la directora de La Silla Vacía, Juanita León, publica “Entre El Expediente y El Matarife”, en el que responde a las críticas recibidas por el medio y en el que da cuenta de la modificación del eufemismo en el texto de Tatiana Duque. El asunto lo comenta en los siguientes términos: “A alguna gente le ofendió [énfasis mío] que dijéramos que la serie reforzaría los ‘prejuicios’ contra Uribe o ‘episodios complejos judicialmente’ cuando nos referimos a los crímenes cometidos durante el Gobierno de Álvaro Uribe, aunque unas líneas después decíamos que subalternos suyos habían sido condenados por esos delitos”. La respuesta de León es tan problemática como el texto de Duque, pero no voy a analizarlo en detalle. Es suficiente con con decir, primero, que se trata de un texto motivado por las múltiples reacciones negativas al primer artículo. Segundo, que para poder trazar el cambio habría que pasar por el segundo texto antes de leer el primero. Tercero, que la justificación ofrecida para remover el (doble) eufemismo (que “ofendió” a terceros) y la suposición de que la anotación sobre la condena de algunos subalternos de Uribe constituye atenuante del (doble) eufemismo original proveen evidencia suplementaria al argumento que estoy desarrollando aquí. Cuarto, y como lo anotó @jeinzu en Twitter, que el texto de León revela “en cada párrafo la ideología y los sesgos de la autora y del medio que dirige”.