El periodismo militante de La Silla Vacía a favor de la imagen y el legado de Uribe

Colombia es un país donde la controversia no descansa. Todos los días hay algo que sorprende e indigna profundamente. Una de las varias controversias de la semana pasada tuvo que ver con Matarife: un genocida innombrable, la mini-serie para Whattsapp y Telegram acerca de Álvaro Uribe Vélez, escrita por Daniel Mendoza. Desde que fue anunciada, las redes han estado en ebullición y durante los días previos a su lanzamiento (el 23 de mayo) la polémica estuvo, aparentemente, sin cuartel.

No comento la serie porque no la he visto; además, no creo que me vaya a aportar mucho. Primero, crecí en Medellín y llegué a la temprana adultez a finales de los noventa, cuando Uribe era Gobernador de Antioquia, es decir, cuando implementó las CONVIVIR y cuando tuvo lugar la masacre del Aro (durante la cual un helicóptero de la gobernación sobrevoló el lugar de los hechos mientras los habitantes eran exterminados). Segundo, llevo doce años estudiando la cultura, los medios, la política y la historia de Colombia. Aunque no me tocó vivir en Colombia durante el periodo de Uribe, conozco bastante bien su legado.

No pienso tampoco entrar en el debate de la calidad narrativa o estética del producto, aunque sí debo decir que siempre me dejan aterrada los ataques demenciales y llenos de bilis contra Carolina Sanín cada vez que da su opinión acerca de lo que sea. Sobre esto ya he escrito en este blog. Tampoco tengo la intención de comentar el machismo de Mendoza: cualquiera que haya crecido en Colombia, independientemente de su sexo, sexualidad, y posicionamiento político, tiene una enorme dosis de machismo integrado y deshacerse de eso requiere largos años de estudio y de introspección, además de ganas. He tenido por Twitter que lidiar con hombres de izquierda, claramente formados, claramente brillantes y claramente decididos a no ver su propio machismo, hasta el punto de querer explicarme —a pesar de que mi producción académica es mayoritariamente en revistas de teoría y estudios feministas de talla internacional— qué es el feminismo.

El tema que quiero abordar aquí es otro: el legado de Uribe. Es precisamente en nombre de ese legado que La Silla Vacía publica un texto de Tatiana Duque, el viernes 22 de mayo, donde tanto autora como medio buscan deslegitimar a Matarife por haber sido creada por un periodista que “tiene vínculos con la izquierda”, que se basó en el trabajo de periodismo investigativo “de dos investigadores abiertamente activistas antiuribistas” —Gonzalo Guillén y Julián Martínez— y que ha sido compartida a través de Twitter por Gustavo Petro y Hollman Morris.

En un tono que desvela preocupación, comenta la autora que, a juzgar por la cantidad de trinos dedicados a la serie, ésta podría volverse viral y podría contribuir a afianzar en las generaciones nacidas después de la “Seguridad Democrática” “la idea que la izquierda ha promovido sobre el legado de Uribe”. También augura que la serie abrirá un debate en torno a la libertad de expresión, a “los alcances y límites éticos del periodismo” (no sé qué quiere decir con eso) y a la posibilidad que brindan los canales de mensajería para la viralización de contenidos políticos.

Desafortunadamente, la deontología profesional es completamente ajena a la práctica periodística en Colombia y el texto, tal y como fue publicado, ya no existe. En efecto, el original fue editado a causa de los numerosos comentarios negativos de usuarios de Twitter que apuntaron al hecho de que éste se refería a lo que se conoce en Colombia como “falsos positivos”, “chuzadas” y “Agro Ingreso Seguro” como “episodios complejos judicialmente” y sugería que la serie iba a reforzar “prejuicios” sobre Uribe. Una buena práctica periodística llamaría a la publicación de una errata independiente con acceso directo desde el artículo en cuestión. Si se recurriera a la edición del artículo mismo, debería indicarse en una nota al pie de página cuál fue el error y la fecha de la corrección. Pero la edición en la que incurrió La Silla Vacía, no sólo no corresponde a la corrección de un error (lo corregido no es un error), sino que el texto ya no muestra traza alguna de que hubo una versión original en la que se refirieron a lo señalado arriba como “episodios complejos judicialmente” y consideraron lo que pasó en Colombia bajo el mando de Uribe como “prejuicios” hacia él. Así, si en diez años se investigara el periodismo digital en la Colombia de la primera parte del siglo veintiuno, no habrá referencia directa a la elección original de los calificativos aplicados a lo que se menciona.*

En efecto, la corrección se hizo porque las expresiones funcionan en el contexto como eufemismos que buscan atenuar la responsabilidad de quien fuera jefe máximo del estado colombiano durante el periodo en el que ocurrió lo que se está calificando. La utilización de eufemismos para calificar hechos o personas no corresponde a un error, sino que revela el posicionamiento ideológico frente a dichos hechos y/o personas de parte de quien está escribiendo/publicando.

Recurrir a eufemismos para referirse a las prácticas sistemáticas y sórdidas/criminales del estado, de los políticos y de las clases dominantes es común en el periodismo colombiano. El término “polémico” es uno de los ejemplos más flagrantes y que más pasiones enciende. No obstante, lo que más choca en el caso en cuestión es que la expresión “episodios complejos judicialmente” estaba calificando hechos aterradores en una democracia —aunque principalmente nominal, Colombia es una democracia— que se han sedimentado en el imaginario colectivo colombiano —gracias al trabajo incansable de los medios de comunicación— en expresiones ya eufemizadas al extremo de manera que ocultan la magnitud colosal de lo que hay detrás.

La expresión “falsos positivos” se usa para denotar el asesinato masivo y selectivo de miles de personas (mayoritariamente hombres), pobres o muy pobres, por parte de las fuerzas armadas entre 2002 y 2010; las “chuzadas” se refiere al esquema de interceptaciones ilegales, a gran escala, llevado a cabo durante años contra periodistas y opositores políticos; “Agro Ingreso Seguro” denota el desvío masivo y millonario, hacia familias propietarias de grandes latifundios, de los fondos de un programa estatal para incentivar el agro. Todas estas expresiones son empleadas en el artículo y, aunque éste haya sido editado con el fin de atenuar la doble-eufimización, el asunto central permanece: su objetivo es hacer un trabajo ideológico que deslegitime a quien enfatiza el horror que, aunque ubicuo en Colombia, alcanzó límites insospechados con Uribe.

Los hechos listados arriba en su expresión cruda —no eufemizada— son elementos incontestables de la historia de Colombia que ocurrieron durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez y constituyen, entonces, no “prejuicios”, sino parte de su legado. Dicho de otro modo: independientemente de cómo se evalúen en términos éticos y morales (en función de la propia ideología), su ocurrencia no está en tela de juicio, pues que ocurrieron cuando Uribe era el jefe máximo del estado ha sido probado hasta la saciedad. Aunque la persecución sistemática de la oposición y la implementación de esquemas que redistribuyen entre grandes latifundistas los recursos del estado destinados a pequeños y medianos agricultores haya sido investigado sólo en el país, el caso de las más de tres mil personas pobres asesinadas a sangre fría (para inflar el body count en la guerra anti-insurgente que lleva décadas en Colombia), durante las dos presidencias de Uribe y del ministerio de defensa de Santos, ha sido objeto de investigación de múltiples organizaciones no gubernamentales internacionales. En 2015, Human Rights Watch describió a los mal llamados “falsos positivos” como “uno de los peores episodios de atrocidad en masa del hemisferio occidental en décadas recientes”. El horror de este caso no se limita a los crímenes en sí mismos, sino que incluye las trabas que el estado colombiano ha puesto (durante y después de Uribe) para la verdad, la justicia y la reparación, propiciando de esta manera que éstos sigan en la impunidad. Esa impunidad —que revictimiza constantemente a las familias de aquellos asesinados por quienes tenían la obligación de protegerlos— también hace parte del legado de Uribe y esto, nuevamente, es independiente de cómo se posicione uno ética y moralmente frente a ella.

Sin embargo, La Silla Vacía busca enmarcar esos hechos como meras interpretaciones de la izquierda colombiana y de activistas anti-uribistas con una agenda política. Este es el objetivo del artículo. En efecto, la idea del “periodismo militante” es una de las más destacadas, pues no sólo aparece en el título mismo —“Entre opacidad, militancia y acusaciones a Uribe de genocida, arranca Matarife”— y en el encabezado de una de las secciones —“El debate sobre libertad de expresión y el periodismo militante”—, sino que constituye el núcleo del argumento mismo en la sección dos —que se lee cual memorial de agravios—, dedicada enteramente a dar detalles que probarían que Mendoza es alguien de izquierda y que tiene una agenda política: en su rol de abogado ha defendido a figuras de izquierda como Clara López y Piedad Córdoba, funge como abogado actual de Guillén y, aunque no conoce personalmente a Gustavo Petro, se entiende como “petrista” (término también circulado sin cesar por los medios y por la derecha reaccionaria y la liberal para denotar a quien es de izquierda).

El absurdo de lo anterior se cristaliza en el hecho de que el artículo en cuestión es uno más entre muchos que muestran que La Silla Vacía hace un periodismo tan militante como el que buscan deslegitimar. Con él pretenden, primero, disminuir la responsabilidad del jefe máximo del estado colombiano que estableció una directiva que favoreció el asesinato por parte de la armada de miles de hombres pobres, so pretexto de que aún no lo han hallado directamente culpable. (Quien espere desenterrar un memo firmado, datado y sellado donde Uribe dé la orden explícita de matar, no entiende nada de política ni de cómo funciona el mundo). Segundo, sugerir que —a pesar de ciertos bachecitos— Uribe logró una mejor Colombia y entonces enfocarse en el asesinato en masa —a lo que apuntan los términos “matarife” y “genocida” en el título completo de la mini-serie— distorsiona su legado. En efecto, la preocupación de que Matarife circule ampliamente a través de los canales de mensajería y determine cómo las generaciones pos-“Seguridad Democrática” terminen por entender dicho legado, es central. De allí la utilización del término original “prejuicios”, posteriormente eliminado.

Esto significa que La Silla Vacía parte de una evaluación netamente positiva de la gestión del ex-presidente y actual senador, particularmente respecto al programa de la “Seguridad Democrática”. Dicho programa consistió en la sobre-militarización de la sociedad colombiana, lo cual, a su vez, facilitó el asesinato masivo de ciudadanos inocentes y pobres. Vale también la pena anotar que Uribe tiene actualmente múltiples investigaciones abiertas en su contra por sus vínculos con el paramilitarismo —cuyas víctimas han sido mayoritariamente campesinos, indígenas, líderes (comunitarios, sindicalistas y sociales) y defensores de derechos humanos— punto que La Silla Vacía desestima. Este es otro hecho y no una interpretación que deriva de mi propio posicionamiento a la izquierda del espectro político.

Sin embargo, evaluar positivamente la implementación de la “Seguridad Democrática” y pasar de largo la enorme lista de acusaciones y de testigos —muchos de ellos casualmente asesinados— que vinculan a Uribe con el paramilitarismo, sí deriva de un posicionamiento ideológico. Primero, es un enfoque de la historia reciente de Colombia que enfatiza el rol de las guerrillas en el conflicto, mientras minimiza/ignora el de las fuerzas armadas del estado y de las fuerzas paramilitares. Esto, a su vez, equivale a apoyar el revisionismo histórico, pues la evidencia factual apunta a que los crímenes de las fuerzas estatales y para-estatales son más numerosos y más atroces que las de todas las guerrillas juntas. Segundo, es asumir que el asesinato masivo de gente pobre fue el precio que hubo que pagar para que la ciudadanía de bien pudiera ir a sus fincas, fomentar el turismo y atraer grandes capitales extranjeros para reactivar la economía y la industria extractivista. Tercero, es hacer la evaluación del legado de Uribe desde el punto de vista y los intereses de Uribe mismo y del uribismo.

En conclusión, de la misma manera que Revista Semana (y que todos los otros medios dominantes en Colombia), La Silla Vacía milita por una sociedad pro-Establecimiento y ofrece una interpretación gobernista de la historia. Esto significa que, en lugar de estar en el supuesto “centro”, su posicionamiento ideológico está muy a la derecha del espectro político. Es decir, el periodismo hecho en el medio y por su directora (Juanita León) es tan militante como el de Daniel Mendoza en Matarife, sólo que a diferencia de ella, él lo admite.

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* El 25 de mayo, la directora de La Silla Vacía, Juanita León, publica “Entre El Expediente y El Matarife”, en el que responde a las críticas recibidas por el medio y en el que da cuenta de la modificación del eufemismo en el texto de Tatiana Duque. El asunto lo comenta en los siguientes términos: “A alguna gente le ofendió [énfasis mío] que dijéramos que la serie reforzaría los ‘prejuicios’ contra Uribe o ‘episodios complejos judicialmente’ cuando nos referimos a los crímenes cometidos durante el Gobierno de Álvaro Uribe, aunque unas líneas después decíamos que subalternos suyos habían sido condenados por esos delitos”. La respuesta de León es tan problemática como el texto de Duque, pero no voy a analizarlo en detalle. Es suficiente con con decir, primero, que se trata de un texto motivado por las múltiples reacciones negativas al primer artículo. Segundo, que para poder trazar el cambio habría que pasar por el segundo texto antes de leer el primero. Tercero, que la justificación ofrecida para remover el (doble) eufemismo (que “ofendió” a terceros) y la suposición de que la anotación sobre la condena de algunos subalternos de Uribe constituye atenuante del (doble) eufemismo original proveen evidencia suplementaria al argumento que estoy desarrollando aquí. Cuarto, y como lo anotó @jeinzu en Twitter, que el texto de León revela “en cada párrafo la ideología y los sesgos de la autora y del medio que dirige”.

Una paradoja sólo en apariencia

Acaba de ser publicada una columna mía en El Espectador en la que abordo las continuidades entre la Nueva Granada y la Colombia poscolonial en torno al concepto de la “ciudad letrada” de Ángel Rama. El escrito emergió de la controversia recientemente protagonizada por Alejandro Gaviria y su irritación evidente porque una ciudadana del común (Lizeth León) – aunque con formación, argumentos y dominio de la escritura – cuestionó su columna en El Tiempo – “Los dilemas éticos de la pandemia” – en el contexto de la ideología dominante en Colombia.

La columna describe al letrado (una figura fundamental durante el periodo colonial y de posindependencia en toda América Latina) y lo pone en relación con el concepto de ‘intelectual universal’ (Foucault). Mi interés al poner en relación estos dos términos en la Colombia contemporánea es el de mostrar tres cosas. Primero, que la figura del “intelectual universal’ – que se origina en el jurista para ser reemplazado por el escritor y que es concebido como aquel que tiene la legitimidad de pensar por los otros – sigue siendo dominante en Colombia. Héctor Abad explicándole a la masa ignara que el machismo es natural y no histórico, o que el enfoque dominante neoliberal a la economía es una ciencia y por ende quienes lo defienden no son ideólogos sino técnicos, son dos ejemplos entre muchos. Segundo, que esta figura aún tiene un enorme poder de representación – que a su vez se traduce efectivamente en poder de formación de opinión – porque en el contexto colombiano, el “capital cultural” funciona como mecanismo de dominación. Tercero, y derivando del segundo, que hay una continuidad perturbadora entre la Nueva Granada y la Colombia contemporánea, que constituye evidencia de que en ese país la historia avanza en círculos (se repite ad infinitum).

Muchos de estos letrados contemporáneos que fungen como intelectuales universales han accedido a la esfera pública porque han tenido acceso a una educación de primera calidad (gracias a su posicionamiento de clase) y porque suelen venir de familias conectadas con/insertadas en las esferas de poder. Más aún, se trata de personas que pertenecen a la clase dominante y que hacen uso de la esfera pública para movilizar un conjunto de ideas que naturalizan el status quo del cual ellos y sus familias (muchas de linaje criollo) se benefician (y se han beneficiado desde el periodo colonial).

A pesar de que el neoliberalismo es una racionalidad política perniciosa, éste sí ha permitido cierta movilidad social. Por esa razón muchas personas que no hacen parte de los círculos de poder, ni de familias adineradas, han tenido acceso a una educación de alto nivel. Yo soy una de estas personas. No obstante, el hecho de que efectivamente yo sea Docteur ès lettres no significa que haga parte de ese círculo de letrados establecido. Más aún, aunque sí opero en la esfera académica – lo que implica que mi trabajo es intelectual – , lo que trato de hacer tanto en mi trabajo académico como en mis intervenciones en Twitter y en mi blog personal, es precisamente lo contrario de los letrados: ofrecer lecturas contra-hegemónicas de cómo funciona el mundo y – a partir de mi posicionamiento ideológico (a la izquierda del espectro político), aunque en contra de mi posicionamiento de clase (media-alta, cosmopolita, altamente educada) – cómo debería funcionar.

Esto significa que aunque en apariencia haya una paradoja – la académica altamente educada en instituciones prestigiosas y cuyo trabajo consiste a analizar el mundo criticando a los que hacen eso — ésta sólo existe en la superficie. La labor académica que hago no busca reforzar las estructuras de poder operantes en la sociedad sino sacudirlas. Y esa diferencia es crucial.

Formación universitaria, hojas de vida infladas y carga burocrática en función de la persona

Ayer fue un día duro para quienes nos preocupamos por Colombia por cuenta de la noticia de que el nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica —una entidad creada por la Ley de Víctimas y restitución de Tierras para la memoria y la verdad en el contexto del conflicto armado— fue entregado a Vicente Torrijos. El nombramiento de un individuo que no es historiador de formación, que tiene una visión parcializada del conflicto (es cercano al ejército, el cual es un actor dentro del mismo) y que pregona una ideología de extrema-derecha (aquí su opinión sobre Bolsonaro), responde a un nombramiento político y no a uno profesional que no sólo distorsiona completamente la misión y labor del centro sino que pone en peligro una de las tareas más importantes que tiene la sociedad colombiana: entender su historia y el conflicto armado en toda su complejidad para poder romper el interminable ciclo de violencia intensa que ha azotado al país durante tanto tiempo.

Aunque todo lo que concierne Torrijos es serio, en esta entrada me enfocaré en su “formación” pues el caso señala dos cosas importantes en el contexto colombiano: primero, un profundo desconocimiento de la formación universitaria y de la academia (la Revista Semana, por ejemplo, repite los errores y falsedades del mismo señor en el artículo en el que lo presentan); segundo, cómo la muy pesada burocracia colombiana sólo concierne al ciudadano de a pie mientras que quienes están conectados a los círculos de poder suelen tener vía libre para obtener lo que quieren así no tengan el perfil mínimo requerido.

Los tres ciclos universitarios

Empezaré explicando someramente la organización de la formación universitaria (en Europa) sirviéndome del concepto de ciclos universitarios introducidos con la reforma de Boloña. Aunque las cosas funcionan de forma distinta por fuera de Europa, la idea de los ciclos facilita la aclaración de ciertas confusiones.

La formación universitaria en Europa está estructurada en tres ciclos: uno primario (bachelor), uno secundario (magíster) y uno terciario (sólo doctorado en la mayoría de los países). De manera general, el primer ciclo abarca los estudios de pregrado, mientras que los ciclos dos y tres los de posgrado.

El bachelor, de una longitud normal de tres años, equivale a un numéro fijo de créditos que se obtienen en función de los planes de estudio específicos de los departamentos, facultades y universidades. Esta es una formación muy básica en cada área de estudio. Aunque la obtención del título requiere pasar exámenes y presentar trabajos de varios tipos, el nivel alcanzado al final del ciclo es bajo y no enteramente profesionalizante.

Los magíster hacen parte del segundo ciclo y requieren que los estudiantes profundicen la formación empezada en el primer ciclo. En el magíster no sólo se abarcan más temas sino que éstos son tratados en mayor profundidad. Las exigencias de evaluación son también más altas. A diferencia del bachelor, los programas de magíster exigen un trabajo de diploma o tesina (alrededor de quince mil palabras). Para poder acceder a un programa de magíster se requiere tener el diploma de primer ciclo (bachelor). Las universidad se otorgan el derecho de tener uno o varios tipos de magíster. La universidad de Oxford en las ciencias humanas y sociales, por ejemplo, hace una distinción entre los que forman en el conocimiento de áreas específicas y que duran sólo un año (Master of Studies, MSt) y los que forman para la investigación y que duran dos años (Master of Philosophy, MPhil). Este último requiere no solamente los exámenes de rigor sino la producción de una tesis de MPhil (alrededor de veinticinco mil palabras) que a diferencia del trabajo de campo o tesina de los magísteres normales sí debe hacer una contribución original al área de estudio.

El tercer ciclo equivale casi en toda Europa al doctorado. Un doctorado es una investigación larga y profunda sobre un tema particular que culmina con la producción de La Tesis (tesis a secas se refiere exclusivamente a la tesis doctoral), es decir, una monografía. Al igual que la tesis de MPhil, la tesis doctoral requiere una contribución al área de estudio, a diferencia de ésta la profundidad, longitud (alrededor de cien mil palabras) e importancia de la contribución deben ser mayores. Hacer un doctorado en ciencias sociales o humanas en el contexto europeo suele tomar entre cinco y siete años. En otras áreas del conocimiento las cosas son distintas y en vez de monografía, la tesis doctoral es una colección de varios (mínimo tres) artículos publicados en revistas peer-reviewed acompañados por una introducción general y una conclusión. Producir tres artículos no toma el mismo tiempo que escribir una monografía y por lo tanto un doctorado en estas áreas tarda entre tres y cuatro años.

La producción de la tesis doctoral (en forma de monografía o de colección de artículos) no garantiza, sin embargo, la obtención del título de doctor. Cada institución tiene sus requisitos particulares pero todas exigen una sustentación oral delante de un jurado normalmente compuesto por un comité interno (profesores de la universidad) y un comité externo (profesores que vienen de otras universidades y que son especialistas en el tema). Finalmente, vale la pena aclarar que en Europa el título de doctor es condición necesaria (aunque no suficiente) para acceder a una posición de Profesor.

Hojas de vida infladas y exención de la carga burocrática

El grado más elevado del mundo académico actual es el doctorado, el cual, como dije en la sección anterior, se obtiene sí y sólo sí uno produjo una tesis doctoral (en una institución reconocida para tal efecto) que fue satisfactoriamente sustentada delante de un jurado. El post-doctorado no equivale a una formación sino que constituye toda experiencia investigativa al seno de una institución académica después de haber obtenido el doctorado. Dicho de otro modo: un post-doctorado es una experiencia profesional para quienes tienen como profesión la producción del conocimiento. Esto significa que uno no puede tener una experiencia post-doctoral sin tener el título de doctor.

Según la hoja de vida de Vicente Torrijos, circulada por Twitter desde ayer, el señor en cuestión no hizo doctorado. Aún así, no tiene inconveniente alguno en tergiversar la información suministrada en su perfil de ORCID listando sin pudor un tal “Posdoctorado en Asuntos Estratégicos, Seguridad y Defensa” en la sección de Education and qualificationsLa Silla Vacía acaba también de publicar un artículo donde proporciona evidencia de varios textos donde se incurre en falsedad. Uno de estos es un fragmento tomado del Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa William J. Perry donde la bionota (la cual suele ser escrita por los entrevistados mismos) abre así:

Vicente Torrijos es politólogo y periodista con especialidad en Opinión Pública. Hizo su posgrado en Altos Estudios Internacionales, el doctorado en relaciones internacionales y el post doctorado en Asuntos Estratégicos, Seguridad y Defensa. Profesor Emérito, Profesor Titular de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Profesor Premio a la Excelencia Académica y Profesor Distinguido de la Universidad del Rosario.

El esfuerzo de inflar su formación y nivel académico es evidente en la forma implícitamente jerarquizada en la que se presenta la información. En este fragmento, de su entero conocimiento con seguridad, no solamente se afirma que tiene un doctorado (lo cual es falso) sino que, además, se pone “post-doctorado” como si éste fuera un título académico superior al doctorado. Además, tal vez (mal) copiando la tradición estadounidense, se encadena un sinnúmero de títulos profesorales tales como “Profesor Emérito” y “Profesor Titular” (full). Pero Emérito significa retirado, entonces ¿es titular o es Emérito?

Que estas figuras públicas inflen sus hojas de vida, que afirmen que tienen diplomas que no tienen (Enrique Peñalosa e Iván Duque son sólo dos ejemplos más), que esto se sepa y que aún así obtengan o se mantengan en puestos importantes es una bofetada a la ciudadanía y a los numerosos profesionales del conocimiento que en Colombia buscan trabajo en el cada vez más precario mercado académico. Y ni mencionemos a los miembros de la diáspora académica colombiana, muchos de los cuales regresan al país —después de haberse esforzado en sus estudios, de haber en ocasiones pasado dificultades materiales y adquirido cuantiosas deudas— y deben hacer validar cada título obtenido en el extranjero a través de procedimientos largos, pesados y costosos en el país(es) en el que obtuvieron el título(s) pero que la maquinaria burocrática colombiana rehúsa convalidar.°

Lo de Torrijos pone en evidencia (al menos) dos elementos del potencial nefasto del gobierno actual del Centro Democrático: respecto al puesto en cuestión por su cercanía ideológica y concreta con el ejército (lo cual indica que asumirá una perspectiva donde el ejército será comprendido como parte de la solución y no del problema). Respecto a la práctica misma por el hecho de que un puesto académico (el cual debe requerir un doctorado) sea convertido en un puesto político: aunque Torrijos no tenga la formación de base más adecuada*, ni un doctorado, sí está en la rosca y se ubica muy a la derecha del espectro político. Finalmente el caso muestra (una vez más) que las reglas y la burocracia colombianas no son para todo el mundo sino que, como se dice coloquialmente, dependen del marrano.

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*Un puesto así requiere una experiencia particular de trabajo de campo con gente que ha sufrido en carne propia el conflicto, por ejemplo, y de reconstrucción histórica. Así es el foco sean las víctimas y la memoria, se requiere saber como procesar y organizar los datos en un recito que tenga relación con y sentido dentro del contexto histórico en el que los hechos ocurren.

° Me cuenta @CSR4Development por Twitter, después de publicado este texto, que el procedimiento burocrático que se debe hacer en el extranjero para poder convalidar los títulos en Colombia es una obligación legal del estado de Colombia frente a instancias internacionales. El problema es que aunque se haga el procedimiento de apostillado en el país de obtención de títulos, la convalidación no está siendo efectuada en Colombia. Un artículo de Juan Miguel Bonilla publicado en El Espectador (vía @1v4anch0) relata las dificultades de quienes quieren hacerlo. Esto significaría entonces que el estado está activamente bloqueando la integración al mercado laboral académico colombiano de quienes se han formado en el exterior.

El «centro» y los «extremos» en los ejercicios meta-ideológicos de la derecha

En esta entrada —la segunda en una serie de tres— argumento que los términos «ideología», «centro» y «extremos» son herramientas retóricas cruciales en el constante ejercicio meta-ideológico de la derecha para mantener su hegemonía.

Empezaré por «ideología», término éste que aunque he tratado en entradas previas es crucial en el contexto político actual de Colombia y el mundo. Retomaré, entonces, la definición casi verbatim que ofrecí en una de estas entradas acerca del tema candente que resultó crucial en el rechazo al plebiscito sobre el acuerdo de paz en 2016: «la ideología de género». Creo que es importante retomar lo que escribí allí porque la historicización del término permite entender el argumento que quiero sostener ahora. Aunque se trata de una cita casi textual bastante larga, me otorgo el derecho de no poner comillas porque el texto original es propio y porque estoy ya explicando claramente de dónde lo tomo y por qué.

El término ideología tiene varias acepciones que dependen del marco teórico del que se parta. En su acepción marxista, la ideología se entiende como «falsa consciencia» lo que implica una serie de supuestos problemáticos. El primero es que la existencia de una «falsa consciencia» requiere la existencia de su contrario, i.e., una «consciencia verdadera» a la cual la ideología se opondría. Dentro de este modelo lo «ideológico» sería falso —irreflexivo, dogmático, anti-natural, no basado en la evidencia— y lo «no-ideológico» sería verdadero —natural, soportado por la evidencia, lógico. El segundo supuesto tiene que ver con la teoría del sujeto y la noción de poder. El modelo marxista asume que el poder es una fuerza que se aplica de arriba hacia abajo sobre un sujeto que existe de antemano. Así, la ideología sería algo que se le impone a la fuerza al sujeto, en vez de algo sobre lo cual hay luchas y negociaciones y que se convierte en dominante cuando se logra un consenso.

En una vena post-marxista —que hereda del marxismo pero está también informada por las nociones de «poder», «sujeto» y «discurso», de Foucault, y de «hegemonía», de Gramsci— la ideología puede entenderse como un conjunto de ideas respecto a cómo es y a cómo debe funcionar el mundo. De este modo las ideologías no son buenas o malas per se aunque las luchas ideológicas busquen construir la propia como la adecuada.

Las ideologías operan en el terreno político, social, económico, y cultural. Sin embargo, es en el terreno cultural donde las luchas ideológicas ocurren y donde una ideología puede lograr adquirir hegemonía en los sistemas de gobierno democráticos. Dicho de otro modo: es en el terreno de la cultura —entendida en su acepción general— que un conjunto de ideas se convierte en el conjunto de ideas dominantes, i.e., compartidas por una mayoría de personas a tal punto que terminan por entenderse como naturales y basadas en el sentido común.

Dado que la palabra tiene un origen marxista, la lucha ideológica que marcó la guerra fría también se llevó a cabo en parte recurriendo a este término. A pesar de que estamos en el periodo de posguerra fría, el término «ideología» —en su sentido de «falsa consciencia», «irreflexividad dogmática»— sigue siendo el tropo maestro a través del cual las ideologías de derecha, las cuales siempre han sido hegemónicas en el contexto colombiano, desestiman las propuestas que se les oponen (ver «Ideology matters»).

Esto es precisamente a lo que me refiero aquí con ejercicio «meta ideológico»: un ejercicio que hace un trabajo ideológico sirviéndose extensivamente del término central de «ideología» —y de otros cercanos o entendidos como cercanos tales como «política», «discurso», «centro», «extremos»— como herramientas para hacer pasar su propio diagnóstico y soluciones acerca de cómo opera el mundo y cómo debe operar por uno «técnico», «real», basado en la evidencia y por tanto «cuasi-científico», mientras se construye el diagnóstico y soluciones contrarios como «falsos», «erróneos», y «sin fundamento en el mundo real».

Un excelente ejemplo de esto lo ofrece el episodio de Polas Opuestas del 13 de octubre 2018, en el cual seis personas jóvenes (tres ubicadas muy a la derecha del espectro político) debaten acerca del enfoque a la educación pública del actual gobierno. Moderado por una séptima persona, el episodio inicia presentando brevemente a los participantes —Carlos Carrillo, Lalis, Wally, Catalina Suárez, Josías Fiesco, Miguel Parra— citando frases cortas que permiten a la audiencia ubicarlos grosso modo en el espectro ideológico.

Las intervenciones individuales y la discusión en este episodio de Polas Opuestas muestra claramente cómo los términos «político», «discurso», «ideología» son tratados por quienes se ubican a la derecha —Suárez, Fresco y Parra— como existiendo en contraposición a lo que sería «técnico» y «real». Tal idea —que no emerge por generación espontánea sino que es el fruto de largas décadas de trabajo meta-ideológico de la derecha dominante— ha calado tanto en el imaginario político en Colombia que incluso aquellos que parecen ubicarse a la izquierda, lo asumen como cierto y lo refuerzan. Es así como Lalis, en respuesta a la declaración de Parra acerca de que hay «que despolitizar o más bien sacar la politiquería» del debate acerca de la educación, se defiende diciendo que las demandas estudiantiles no son políticas —«esto no es político», dice— ni constituyen «un discurso» sino que son algo «real». Carlos Carrillo, por su lado, respecto a la discusión majadera de si la cuestión es política o no, dictamina que «el tema sí es político, pero no ideológico».

Pero es claro que el tema en cuestión es tanto ideológico como político: por un lado, mientras que considerar la educación universitaria como un derecho ciudadano que debería estar a cargo del estado deriva de una ideología de izquierda, considerarla como un servicio que ofrece un privado a quien pueda permitírselo es consecuente con una de derecha (ver el primer texto de la serie titulado «Ideologías de derecha y de izquierda»). Por otro lado, establecer el monto total del presupuesto y si este va a ser enteramente destinado a las universidades públicas (lo cual constituye una forma de redistribución hacia abajo) o parcialmente a las universidades privadas (a través de programas como el de «Ser pilo paga» y lo cual constituye una forma de redistribución hacia arriba) corresponde a una decisión política motivada, a su vez, por la ideología.

El ejemplo de Polas Opuestas muestra cómo ciertos términos que tienen un claro contenido semántico y pueden ser útiles en la argumentación —la cual debería ser la base del debate político en una democracia sana— son transformados en palabras sin contenido semántico que no se esgrimen para argumentar sino para confundir o forzar el consenso.

Este corto ejercicio de análisis me permite pasar al término «centro» cuya función retórica, i.e., en tanto que mecanismo de persuasión, cobra valor respecto al término «extremos». Aunque estos dos términos no habían nunca presentado utilidad alguna en el contexto político colombiano —pues la sola existencia de las FARC siempre sirvió como coartada para deslegitimar por defecto cualquier proyecto medianamente de izquierda en Colombia— el acuerdo histórico de 2016 les otorga una repentina vigencia. Es así como todos los pesos pesados de la esfera pública en Colombia —Daniel Samper Ospina, Daniel Coronell, Félix de Bedout, Héctor Abad, Alejandro Santos Rubino, etc— se dieron a la tarea minuciosa de tratar de substituir a las FARC por Gustavo Petro en el imaginario político colombiano (ver la columna de Sara Tufano). La narrativa que construyeron estos personajes, individual y conjuntamente, era que Álvaro Uribe, su proyecto de país y su elegido (Iván Duque) representaban un extremo político (afirmación ésta que abandonaron una vez el Centro Democrático llegó al poder), mientras que Gustavo Petro, Ángela María Robledo y el programa de la Colombia Humana el extremo opuesto. Ellos, en cambio, representan el «centro».

Al momento de las elecciones de 2018, ya eran de conocimiento público las pruebas irrefutables de que efectivamente el proyecto de país y las acciones de Álvaro Uribe y el Centro Democrático se ubican a la extrema derecha del espectro ideológico. Debería ser incontrovertible, por ejemplo, que los mal llamados Falsos Positivos consituyen, tal y como lo afirma Human Rights Watch, «una de las peores atrocidades masivas cometidas en el hemisferio occidental en décadas recientes». (Traducción propia).

Sin embargo, y como yo misma lo he señalado en incontables ocasiones a través de Twitter, estos crímenes no son tratados por ninguno de los que insisten en autodefinirse como ocupando el «justo centro» de manera que se evoque la magnitud de tal atrocidad y su significancia cuando se considera que ésta fue planeada y llevada a cabo por un gobierno y un estado nominalmente democrático donde la pena de muerte es anti-constitucional. Es así como la Revista Semana, después de haber publicado varios artículos sobre el caso, no tiene inconveniente alguno en publicar uno que abre con la oración «No hay duda de que el escándalo de los ‘falsos positivos’ fue el que más daño le hizo a la imagen del gobierno de Álvaro Uribe y a la del Ministerio de Defensa de Juan Manuel Santos». (Itálicas mías).

Por su lado, Alejandro Santos Rubino —director de la revista en cuestión— ante la reciente llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia del Brasil, escribe un tuit en el que dice lo siguiente:

Brasil tiene que elegir hoy entre un fascista, misógino y nostálgico de la dictadura y un representante del partido más corrupto de la historia de América Latina. El populismo está acabando la democracia. Si en Colombia no aprendemos las lecciones, allá llegaremos. (Énfasis mío).

Seguramente Santos Rubino recuerda muy bien los Falsos Positivos. Sabe que las víctimas se cuentan en unidades de mil y que estos ocurrieron porque el gobierno de Álvaro Uribe necesitaba pruebas —así estas fueran fabricadas— de que su programa de la Seguridad Democrática sí era efectivo. Sabe que si uno se pone a mirar quiénes fueron las víctimas directas de tal horror —muy pobres, muchos desempleados, algunos con problemas cognitivos, otros con problemas de adicción— se da cuenta de que estos crímenes cumplieron un segunda función aparte de permitir al ejército inflar las cifras sobre las cuáles se evaluaba su desempeño: la «limpieza social», un fenómeno horripilante pero común en Colombia.

Pero este acto, y los cientos otros que podríamos enumerar —las incontables masacres (El Topacio, El Salado, El Tigre, etc.), la desaparición forzada, la violación cruenta contra las mujeres, la aniquilación de las personas LGTB— que han ocurrido en Colombia durante décadas pero que se intensificaron durante los dos gobiernos de Uribe, no le parecen suficientemente graves a Santos Rubino y es por ello que se atreve a advertir acerca de cómo el «populismo» (otro término retórico usado arbitrariamente para infundir miedo en los programas que se enfocan en la redistribución hacia abajo) podría minar la democracia en Colombia.

Dos cosas emergen del tuit citado arriba: primero, una pregunta retórica inevitable acerca de si su autor cree genuinamente que la historia de la «democracia» colombiana es esencialmente diferente a la de la dictadura brasilera que Bolsonaro añora y que él señala con inquietud. Segundo, una indicación (que puede ser rápidamente confirmada con una breve visita a su TL) de que no considera al actual gobierno como uno de extrema derecha, lo cual nuevamente constituye otro ejercicio meta-ideológico en el contexto actual (de esto trataré en una futura entrada sirviéndome como ejemplo de La Silla Vacía).

La estrategia de servirse del término «populismo» y de evocar el peligro de los «extremos» sirve como mecanismo de abstracción para no ocuparse de la evidencia concreta la cual señalaría que, por un lado, los horrores de la democracia colombiana no están tan lejos de los de la dictadura brasilera (ni de la argentina, ni de la chilena, sin tener en cuenta que hay investigadores que afirman que los crímenes políticos en la Colombia «democrática» son peores y más numerosos que los de esas tres dictaduras juntas). Por el otro, que el actual presidente de Colombia, Iván Duque, y el partido al cual pertenece, el Centro Democrático, son de extrema derecha.

Muchos de estos que se autodenominan de centro creen que al resto se nos olvida que Duque llegó al poder porque Uribe lo designó como su sucesor. Que quien tiene el poder y las conexiones es Uribe y no Duque y que éste último, por su lado, parece empeñado en confirmar a diario que su rol es el de «Bufón del Palacio de Nariño». Más aún, que los más de diez millones de personas en Colombia que apoyaron el proyecto de país de Uribe y del Centro Democrático no lo hicieron porque Duque era Duque, sino porque Duque fue el que dijo Uribe. Este último, por su lado, sigue siendo el mismo que tiene sendas investigaciones por su implicación en el paramilitarismo en Colombia (podríamos aquí traer a colación las noticias recientes sobre los cambios a la JEP) y será para siempre el presidente de los Falsos Positivos. Si al menos éstas dos cosas (y hay muchas más) —implicación directa en el paramilitarismo en Colombia y crímenes de estado en masa contra ciudadanos vulnerables— no le parecen a Santos Rubino un ejemplo paradigmático de una ideología cuasi-fascista —su tuit critica precisamente ese punto en Bolsonaro— ¿qué representarán para él? ¿Simples gajes del oficio?

El juego retórico de Santos Rubino presentado como ejemplo abunda en el panorama mediático colombiano y le sirve a quien lo usa para evitar ocuparse de la  evidencia concreta con base en la cual la ciudadanía podría tomar decisiones electorales informadas. Esto se hace más efectivo recurriendo a ideas abstractas por medio del uso constante de ciertos tropos como «centro», «extremos», «populismo», «castrochavismo», «ideología» y que tiene como fin último, y efectivamente lo consigue, hacer un trabajo ideológico: hacer pasar su propia ideología —la cual está enfocada principalmente en mantener las estructuras sociales y las relaciones de poder en Colombia inalteradas— como la más adecuada.

Ni a Santos Rubino (ni a ninguno de los de su clique) les interesa profundizar los procesos democráticos y el trato contrastante de la revista que dirige a la alcaldía de Gustavo Petro vs la alcaldía de Enrique Peñalosa da fe de ello. Tampoco le inquieta el avance del fascismo, pues más fascista que los Falsos Positivos es difícil encontrar en América Latina. Su preocupación por la corrupción también ha de ser pura fachada pues mientras denuncia solemnemente la del partido de Lula da Silva en Brasil, su revista publica defensas de la gestión de Peñalosa en Bogotá victimizándolo y afirmando que la ciudadanía no entiende su proyecto de ciudad ni lo comprende a él. (Peñalosa acaba de comprar la flota de buses Volvo más grande de América Latina, a pesar de que la ciudadanía reclama masivamente y sin cesar su derecho al aire limpio).  No hablemos de cómo el proyecto del Centro Democrático, en la misma medida que el de Bolsonaro, apunta en igual medida a la destrucción de la naturaleza en nombre del «desarrollo».  Ni mencionemos la corrupción de Cambio Radical, ni el modus operandi de Carrasquilla con los bonos de agua, el mismo Carrasquilla que fue recientemente nombrado ministro de hacienda por Duque y cuya primera propuesta es la de extender el IVA a toda la canasta familiar. A todas las luces tal ideología—conjunto de ideas acerca de cómo funciona y cómo debe funcionar el mundo— no es una de centro sino una de derecha (ver la primera entrada de la serie).

Lo anterior es uno de los incontables ejemplos de trabajo meta-ideológico que estos personajes de enorme poder mediático (y no sólo mediático) han ejercido en el pasado y continúan ejerciendo en el momento actual a través del uso extensivo de términos como «centro», «extremos» y otros ya mencionados. Durante la última campaña presidencial, Coronell y La Silla Vacía, por ejemplo, se dedicaron a reforzar la noción de «castrochavismo» como un «fantasma» que podría cobrar vida con la llegada de Petro al poder. A la pregunta de La Silla Vacía de si «Es justo que se caracterice a Petro de castrochavista» —término éste que ni el periodista ni el medio en cuestion se molestan en definir, asumiendo así que todo el mundo sabe concretamente a qué se refieren—, Coronell responde que «En muchas cosas sí, en otras no» y pasa al tema abstracto de Venezuela sin traer ejemplos concretos del programa de gobierno de la Colombia Humana que entraran dentro de la definición de castrochavismo. (Las itálicas en la cita de La Silla Vacía son mías y las uso porque no sé qué significa ni a qué se refieren ellos al utilizar el término).

Héctor Abad, por su lado, en una columna titulada «Lejos de los extremos» se sirvió de una flojísima metáfora de ir en bicicleta para sugerir que los proyectos de izquierda son proyectos para robar. Podría hacerle un minucioso análisis a todas las columnas de Abad durante la campaña, o tomar ejemplos de Daniel Samper Ospina, Félix de Bedout, Sergio Fajardo, Claudia López, etc. para reforzar el argumento, pero no creo que sea necesario y ya la entrada está, como suele suceder con mis textos, más larga de lo que me habría gustado.

Concluyo entonces diciendo que en el caso colombiano —aunque no exclusivamente— más que una postura política que apunta a un equilibrio, el «centro» es un arma poderosa en los juegos de persuasión (la retórica) que son cruciales en las luchas ideológicas actuales y que está permitiendo a la derecha mantener su hegemonía. Dicho más frontalmente: el término «centro» —pero también aquel en contra del cual éste es construido discursivamente, «extremos»— se constituye en una poderosa herramienta en el implacable ejercicio cotidiano de propaganda que en Colombia ha garantizado la hegemonía suprema de la ideologia de derecha que, a su vez, ha perpetuado y seguirá perpetuando la desigualdad y la violencia.

 

Ideologías de derecha y de izquierda

Nadie con un poco de sentido común podría ignorar que en el mundo actual la extrema derecha asciende vertiginosamente en varios puntos geográficos del planeta. Para nadie es tampoco secreto que esto implica la inminente puesta en riesgo de derechos y libertades que se han obtenido (desigualmente a lo largo y ancho de la tierra y en función de los contextos históricos de cada estado-nación) como producto de años de lucha y de resistencia sociales.

Colombia no es la excepción en este panorama. Es así como el pasado junio, alrededor de diez millones de votantes eligieron a la presidencia al candidato del Centro Democrático, un partido cuyo nombre es un ejemplo más de la discrepancia entre retórica y práctica en el campo político. Dicho partido, en efecto, constituye el ensamble político más a la derecha del espectro ideológico en el contexto colombiano.

Es bien sabido que Duque llegó a la presidencia porque Álvaro Uribe lo designó como «su elegido».  Aún así, diversos personajes y medios de la esfera pública se han dado a la tarea, contra toda evidencia, de tratar de hacer pasar su inicio de gobierno como uno no sólo no de derecha sino de centro. Esto por supuesto no es más que un ejercicio de retórica, la cual juega un rol crucial en el campo político y que en el actual periodo de intensas luchas ideológicas acaba por ser sobredimensionada. En tal contexto, los términos «izquierda» y «derecha», «extremos» y «centro» aumentan su valor de cambio al mismo tiempo que su función referencial pierde poder denotativo y explicativo.

En este texto —que hace parte de una serie de tres en los cuales trataré temas conexos— me propongo a explicitar las diferencias entre las ideologías de derecha y las de izquierda. En el segundo argumentaré que el uso y abuso de los términos «centro» y «extremos» no son más que estrategias retóricas de las ideologías de derecha para mantener su hegemonía ante el riesgo inminente de que las ideologías de izquierda adquieran adeptos en el contexto actual post-FARC. En el tercer texto me daré a la tarea de hacer una lectura crítica de la defensa de las sweatshops (maquiladoras) que se ha hecho desde la orilla ideológica libertaria.

Empezaré por afirmar que las varias diferencias entre las ideologías de derecha y de izquierda se consolidan en torno a una de las frases célebres de Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990 y quien a su llegada al poder se dedicó a desmantelar el estado providencia establecido en el Reino Unido durante la postguerra. Para Thatcher «no existe una cosa llamada sociedad, sólo hombres y mujeres individuales y sus familias». El nudo central de esta idea es el recentramiento del individuo, entendido como actuando por y para sí mismo (y por y para su familia). Este desplazamiento de sociedad (comunidad) a individuo (y familia) tiene al menos dos efectos fundamentales. Primero, que el individuo se considera como responsable único y absoluto de su propia supervivencia. Segundo, y derivando del anterior, que al estado se le remueve la responsabilidad de velar por el bienestar tanto de los individuos (quienes son responsables de sí mismos) como de la sociedad, la cual ya no existiría más.

Podemos entonces decir que una de las grandes diferencias entre las ideologías de derecha y de izquierda tiene que ver con cuánto se acercan a/se distancian de esta percepción del mundo. Dicho de otro modo: mientras las primeras le dan prioridad al individuo —la lógica del chacun pour soi donde las libertades y derechos individuales incluyen el derecho de aplastar a los otros—, las segundas le dan prioridad a la sociedad-comunidad —una lógica que considera que las libertades y derechos individuales llegan hasta donde empiezan los derechos y libertades de los otros. La manera como se aborda la cuestión individuo-sociedad deriva de ciertas concepciones de la naturaleza humana y de la organización social. Al mismo tiempo, genera formas precisas de funcionamiento y organización social (porque por supuesto las sociedades siempre han existido y nunca dejarán de existir). Estas maneras también constituyen diferencias fundamentales entre las ideologías de derecha y de izquierda.

Las ideologías de derecha:

  1. Parten del principio de que las jerarquías sociales son inevitables ya sea porque éstas derivan de un mandato divino (la derecha religiosa), por determinismo biológico (derecha reaccionaria laica), o por simple azar.
  2. Consideran que el ser humano se rige por valores absolutos y universales que no tienen nada que ver con los procesos históricos de las sociedades humanas sino que derivan de un destino establecido por dios (enfoque católico) o de la naturaleza misma (el determinismo biológico del enfoque secular). Las explicaciones de roles sociales fijos en función de si se habita un cuerpo con útero o con testículos, una comprensión ultra-simplificada del deseo sexual limitado a deseo heterosexual, y el considerar que la pobreza material es resultado de la pereza, son ejemplos de esto.
  3. Proponen soluciones simples a problemas complejos, lo cual tiene como efecto ahondar los problemas iniciales. La creación de milicias urbanas como solución a problemas de seguridad, la aspersión con glifosato para resolver el problema de la producción de cocaína (lo cual parte de la falsa equivalencia entre hoja de coca y cocaína, destruye los ecosistemas, aumenta riesgos de cáncer en la población general y desestima que muchas comunidades sobreviven de cultivar la coca), la penalización de la dosis mínima son algunos ejemplos.
  4. Confunden correlación con causalidad, lo cual por un lado deriva parcialmente de ignorar la historia y, por el otro, se traduce (también parcialmente) en revisionismo histórico. Un buen ejemplo es ofrecido por las estadísticas raciales de los presos en las cárceles de los Estados Unidos, las cuales están altamente pobladas por negros y latinos. Una persona de derecha tomará un snapshot de tal situación y concluirá, de manera simplista, que existe una relación causa-efecto entre raza y propensión al crimen. Estas afirmaciones se hacen en contra de la evidencia señalada por estudios acerca de cómo el sistema está estructurado y opera para, precisamente, aumentar las chances de que las personas racializadas vayan más a las cárceles (las cuales, entre otras cosas, generan beneficios a privados). En el contexto colombiano, el ejemplo paradigmático lo proporcionan las FARC, las cuales emergen en un contexto histórico específico —el exterminio de los liberales por parte de uno de los múltiples avatares del ultra-conservatismo colombiano y la cuestión de la apropiación de tierras— pero que han sido construidas en el imaginario colombiano como un problema sin causa (incluso el único problema del país) que hay que erradicar sin reflexionar respecto a las condiciones de su emergencia y consolidación.
  5. Tienen una concepción del estado reducida a la protección del capital y de sus dueños, quienes también son detentores del poder. Esto suele traducirse en políticas securitarias represivas que no apuntan a la seguridad de la ciudadanía en general sino, mayoritariamente, a aplastar cualquier movimiento social que reclame justicia. (Por supuesto el énfasis en el individuo también constituye un poderoso mecanismo de desarticulación de los movimientos sociales gracias a los cuales se han obtenido derechos laborales, sociales, sexuales, de salud, etc.).
  6. Entienden el libre mercado como el equivalente secular de dios: es cuasi-perfecto, se autorregula, es incuestionable e intocable. Últimamente, ante la apabullante evidencia, muchos de sus defensores se han visto en la obligación de admitir que el libre mercado tiene defectos pero insisten en que éstos son pocos así que, a pesar de todo, el laissez faire siendo la mejor alternativa.
  7. Tienen un esquema antropocéntrico del mundo que otorga al ser humano el derecho inalienable de explotar a los animales y al planeta para beneficio propio y el éxito del capitalismo.

Las características anteriores determinan el enfoque respecto a la segunda idea alrededor de la cual se enfrentan las ideologías de izquierda y de derecha: la de «justicia social», es decir, la redistribución de los recursos al interior de una sociedad. Evidentemente si se parte de un esquema de naturaleza humana donde las jerarquías sociales son inevitables y donde quien tiene el capital es tratado como rey —lo cual constituye una forma de redistribución hacia arriba pues los recursos (que salen de los aportes de todos los habitantes del territorio) y funciones del estado se ponen a su merced— la justicia social no sólo es quimera, sino que va en contra del mismo proyecto político y social que las ideologías de derecha defienden.

Las ideologías de izquierda, por otro lado pueden entenderse en contraposición a los puntos enumerados arriba. De esta manera (1) las jerarquías sociales no son consideradas como naturales y/o fijas en el espacio-tiempo sino como el producto de políticas precisas que han sido diseñadas y puestas en operación durante largos periodos de tiempo en parte para mantenerlas. Dado que dichas jerarquías son percibidas como injustas, la izquierda propone estrategias cuyo objetivo es su abolición (en el mejor de los casos) o allanamiento (como condición mínima). (2) Los valores, humanos y sociales, no se entienden en términos absolutos sino en función de contextos históricos. Esto tiene implicaciones respecto a las soluciones que se proponen para resolver los problemas. Dichas soluciones buscan, por un lado, (3) entender los problemas dentro de su complejidad y buscar soluciones escalonadas (así esto requiera más tiempo y más recursos), por el otro, (4) distinguir claramente entre correlación y causalidad. (5) El mercado, por supuesto, no es considerado como infalible y mucho menos como teniendo capacidades intrínsecas de autorregulación, por lo cual, su regulación se convierte en una de las tareas del estado.

(6) La concepción del estado desde las ideologías de izquierda (en esta categoría no caben las opciones que buscan justicia social desde el anarquismo) es un asunto central. En lugar entonces de limitar el rol del estado a la represión-en-guisa-de-seguridad, la izquierda busca ampliar considerablemente la participación del mismo en la gestión de la sociedad. Así, desde la izquierda, el rol del estado incluye garantizar el acceso universal a ciertos servicios tales como la salud, la educación, la vivienda y el transporte. En contraste con las ideologías de derecha estos servicios se entienden como derechos ciudadanos inalienables y no como oportunidades de negocio que deben ser otorgadas a quienes tienen el capital (de manera que lo maximicen para su propio beneficio y en detrimento del beneficio de los ciudadanos). Finalmente, la izquierda (en su avatar más progresista) (7) decentra al ser humano en la concepción del mundo y considera que tanto los animales como la tierra y sus recursos no existen con el único fin de ser explotados por y para la humanidad.

Por supuesto, en el mundo real, las cosas son mucho más complejas que lo que esta tipología (extremadamente resumida) puede hacer creer. En la Europa contemporánea, por ejemplo, muchos estados liberales —cuyas políticas están orientadas al libre mercado— cuentan con una gran inversión estatal social. Suiza, cuya composición política está dominada por la derecha y la extrema-derecha (dos de los siete consejeros federales pertenecen al partido UDC de extrema-derecha), por ejemplo, cuenta con educación virtualmente gratuita (todos los ciclos incluidos), seguros obligatorios de invalidez, de desempleo y pensión, un sistema de ayuda social (quienes están en ruptura social tienen un mínimo de vida garantizado por el estado), un servicio de trenes estatales que conectan todo el territorio, un enfoque abierto y subvencionado por el estado a la cuestión de las drogas (incluso las duras, como heroína), etc. Sin entrar en los detalles del origen de la prosperidad actual del país —que desafortunadamente tiene que ver con haberse apoderado del dinero de muchos de los judíos que fueron perseguidos y asesinados por el régimen nazi, las ventajas generadas por el secreto bancario, entre otras cosas terribles— es evidente que aunque Suiza no es un país de izquierda, sí tiene una gran cobertura social y esto garantiza (entre otras cosas) estabilidad y seguridad social.

Termino esta entrada retornando a la tensión «individuo–sociedad» para anotar que una manera sucinta de diferenciar las ideologías de derecha y de izquierda es respecto a la noción de generosidad: mientras las segundas se constituyen en función de ésta, las primeras lo hacen en oposición a la misma (parten de y fomentan el egoísmo). Muchos a la derecha se quejan de que quienes deciden invertir tiempo y vida en luchar por un mundo más justo pretenden ser detentores de cierta «superioridad moral». Yo diría que la superioridad moral de un enfoque basado en la generosidad y la empatía, en contraste a uno basado en el «primero yo, segundo yo, tercero yo» es en realidad más un statement of fact que una pretensión.

Razones para no votar en blanco

El día de hoy pasará a la historia como aquél en el cual la ciudadanía colombiana tuvo la ocasión de escoger entre apoyar (explícita o implícitamente) el continuismo o sacudir un sistema político gangrenado por la corrupción, el crimen y la impunidad que nadie, en pleno uso de uso de sus facultades, puede decir funciona bien. Quienes defienden el voto en blanco se han quejado incansablemente de las críticas –formulaciones honestas y directas que señalan las falacias sobre las cuales se apoyan las justificaciones al voto en blanco– de parte de la ciudadanía que clama desesperadamente un cambio. Tales quejas se basan, por supuesto, en otra falacia pues una crítica argumentada no es un ataque, sino que constituye el elemento clave de cualquier debate informado.

Este texto lo escribo a tres horas de apertura de las urnas en Colombia y después de haber depositado mi voto por Gustavo Petro, Angela Robledo y el proyecto de la Colombia Humana. Lo hago como un último intento para tratar de convencer a quienes tienen la intención de votar en blanco de tomar partido, pues aunque esta opción puede tener sentido en ciertos contextos verdaderamente democráticos, la evidencia que apunta a que éste no es el caso de Colombia es apabullante. Mis argumentos para no votar en blanco parten de una suposición que puede ser sacada de los resultados de la primera vuelta, la cual es incontrovertible: el voto en blanco le conviene a la campaña de Duque-Uribe-Ordóñez-Ramírez-Morales. Dicho de otro modo: un voto en blanco es un voto implícito por dicha campaña (razón por la cual los uribistas están tratando con tanto respeto y deferencia a quienes lo defienden). Veamos, entonces:

  1. Muchos creen que porque Duque es un joven con poca experiencia y bagaje político es inmaculado y, por lo tanto, su presidencia no sería tan terrible como algunos lo imaginamos. Si bien es imposible tener una bola de cristal para saber exactamente qué va a pasar una vez se posesione, sí se puede formular una hipótesis informada para determinar que las circunstancias apuntan a que quienes estamos preocupados tenemos razón. La genialidad del gesto de Uribe radica precisamente en haber elegido como su candidato a un nuevo Uribito que –a diferencia del anterior– no ha estado inmiscuido en escándalos de corrupción. La juventud y “frescura” de Duque, y el hecho de que no haya tenido tiempo de insertarse aún en las redes de poder en Colombia, le garantizan a Uribe que estará a su merced. Creer que Duque puede traicionar a Uribe porque Santos lo hizo es no tener en cuenta que Santos era un tipo con mucha experiencia y gran poder (el cual deriva de las conexiones que ha establecido en su carrera en política y del hecho de que es miembro de una de la familia más poderosas de Colombia). Otro signo que apunta a que Duque hará lo que diga Uribe es el extraordinario servilismo con el que lo trata (una pregunta que me hago constantemente es si, una vez posesionado, Duque continuará referiéndose a Uribe como “Presidente Eterno”).
  2. El hecho de que Ordóñez y Morales no estén teniendo un rol protagónico durante la campaña no significa que no vayan a hacer parte del gobierno de Duque. Ordóñez –Lefebvrista furioso cercano al Opus Dei que puso todas las trabas posibles a la aplicación de los cambios legislativos por los derechos reproductivos de las mujeres cuando fue Procurador– obtuvo un suficiente número de firmas (para inscribir su candidatura) y de votos (durante la elección del candidato único del partido) como para poder negociar una posición importante en el gobierno de Duque. Es ingenuo asumir que una alianza Ordóñez-Morales en el nuevo gobierno va a tener un efecto insignificante para los derechos reproductivos de las mujeres, la educación sexual y los derechos de las minorías sexuales.
  3. Los partidos más implicados en casos probados de corrupción están todos del lado de Duque. Votar en blanco equivale a decir que esto no es suficientemente importante como para tomar posición al respecto. Si Duque-Uribe salen elegidos esto se traducirá en dar carta blanca a la corrupción (independientemente de cuántas personas hayan preferido a Petro o al voto en blanco).
  4. Como bien lo explica Rodrigo Uprimny en la columna donde anuncia su voto por Petro, los riesgos de un regreso de Uribe para el estado de derecho –más aún teniendo en cuenta las propuestas reales de su programa– son reales. Nuevamente ignorar esto es ser deliberadamente ingenuo.
  5. La situación con las pensiones es un problema serio que fue implementado por la ley 100 de Uribe. Al respecto, la propuesta de Duque-Uribe promete continuismo, mientras que la de Petro propone una reforma que tendría beneficios para las generaciones actuales de trabajadores que se jubilarán en el futuro.
  6. Un regreso de Uribe, en la forma de Duque, garantizará impunidad total respecto a uno de los crímenes más atroces cometidos por un estado en el mundo occidental: las ejecuciones extrajudiciales de miles de jóvenes pobres, mal llamados Falsos Positivos. Nuevamente, votar por esto o no hacer nada para evitar que suceda, se traduce en una minimización del valor de la vida y de los derechos ciudadanos de esos jóvenes y sus familias.
  7. La represión en un nuevo gobierno uribista puede potenciarse a límites insospechados por la simple razón que en este momento Uribe no tiene la misma legitimidad y aceptación que tuvo antes de y durante sus dos mandatos. Además, ahora tiene procesos en su contra. No se equivoquen: Uribe no sólo es adicto al poder sino que siempre ha estado motivado por una gran sed de venganza.
  8. Por más que insistan los que van a votar en blanco que la idea detrás de su opción es “hacerle oposición a cualesquiera que sea elegido”, es innegable que la oposición tendrá derecho a existir en un eventual gobierno de Petro. En uno de Duque-Uribe, por el contrario, esto no será más que una ilusión.

Recentrar la desigualdad no es ser extremista sino progresista

A menos de una semana de la segunda vuelta es descorazonador ver a personas que han tenido acceso a la educación repetir fórmulas vacías de contenido y/o no apoyadas en la realidad que afirman que el programa de Gustavo Petro y de Ángela Robledo es “extremista”. A pesar de las interpelaciones, ninguno de los que hacen tales aseveraciones se digna explicitar a qué se refiere por “extremista” y cómo es que Petro o su programa entran en esa categoría. Tratando de entender a qué podrán referirse, lo único que se me ocurre es que el supuesto extremismo tenga que ver con el aspecto económico de su programa y, más específicamente, con el hecho de que Petro es el único político que ha puesto la desigualdad social en el centro del debate.

Cuando el economista francés Thomas Piketty apoyó a Petro a través de Twitter no tardaron en deslegitimarlo en el campo uribista desacomplejado y en el de la derecha solapada (aquella que defiende el statu quo, pero quiere posar de iluminada) porque es un economista de izquierda. Alberto Bernal, por ejemplo, y para vergüenza de muchas/os colombianas/os con un mínimo de formación y/o discernimiento y con la falta de pudor y self-awareness que lo caracteriza, escribió un texto en el que pretende “refutar a Piketty en tres minutos.” (Por fortuna, la probabilidad de que ese texto caiga en manos del francés o de algún otro economista serio de ese nivel son prácticamente nulas).

Es cierto que Piketty es uno de los pocos economistas de renombre que se ubica a la izquierda del espectro ideológico –pues la economía hace ya varias décadas ha sido dominada por la corriente de la Escuela de Chicago de Milton Friedman y Friedrich Hayek–, pero no es el único que se ha interesado en la desigualdad. En 2012 el estadounidense Alan Krueger, que no es precisamente una figura de izquierda, dio una charla titulada The Rise and Consequences of Inequality in the United States donde llega a la conclusión que la desigualdad ha sido nociva para el crecimiento económico de los Estados Unidos. Otro ejemplo es Joseph Stiglitz, primer vicepresidente y economista jefe del Banco Mundial entre 1997 y 2000, premio Nobel de economía 2001, crítico del modelo neoliberal dominante y de la desigualdad social que éste ha generado y autor del libro de divulgación The Price of Inequality (2012), el cual es considerado por Thomas B. Esall como el contra-argumento más exhaustivo al neoliberalismo y a las teorías del laissez-faire.

Stiglitz no es un economista de izquierda, ya que su ataque al neoliberalismo y a los sistemas de taxación que favorecen a quienes ya son ricos (en detrimento de la gran mayoría) no derivan de un deseo suyo de darle prioridad al interés de la comunidad sobre el interés individual, sino de la necesidad de explicar los problemas económicos y sociales que derivan de la desigualdad. Incluso una revista tan abiertamente orientada al libre mercado como The Economist concluye en un reporte especial sobre la desigualdad que altos niveles de desigualdad generan ineficiencia y tienen repercusiones negativas para el crecimiento económico (Stiglitz 2013: xv). Por lo tanto, centrar el debate económico en la desigualdad no es un planteamiento “extremista” sino una idea que está informada por el trabajo académico de economistas de talla mundial ubicados en diversos puntos del espectro ideológico.

El libro The Price of Inequality debería ser lectura obligada en Colombia, ya que explica a partir de datos concretos cómo “las políticas macroeconómicas –incluyendo las políticas monetarias– han estado extensamente impregnadas por la ideología, más específicamente la ideología fundamentalista del mercado que sirve los intereses de aquellos sentados en lo alto de la pirámide y en detrimento del resto de la sociedad” (Stiglitz 2012: xxv). (Énfasis mio). Esto que Stiglitz llama “ideología fundamentalista del mercado” es lo que la ortodoxia neoliberal — que ha dominado la esfera pública en Colombia desde los noventa — quiere hacer pasar como una teoría irrefutable que deriva de una lógica cuasi-científica. Tal enfoque ha sido martillado en el contexto colombiano a tal extremo que un escritor como Héctor Abad se atreve a publicar una columna donde afirma –desde la misma ignorancia y con la misma desfachatez y falta de self-awareness que Bernal respecto a Piketty– que cuestionar el modelo dominante es equivalente a negar la redondez de la tierra (Stiglitz entraría entonces dentro de la categoría que Abad denota en tan infortunada columna como “los tierraplanistas”).

Aunque el libro en cuestión concierne principalmente a los Estados Unidos, los puntos que trata se pueden aplicar a Colombia, y al hacerlo se evidencia que la intensidad de la desigualdad en el segundo es aún peor que en el primero.

Aunque el debate sobre la desigualdad se articula alrededor de varios puntos, en esta entrada abordaré brevemente sólo dos de los que Stiglitz menciona en el prefacio a la edición de bolsillo y que son cruciales en el contexto de la actual campaña presidencial en Colombia: 1) cómo medir la desigualdad y 2) el trickle-down economics.

Respecto al primero, Stiglitz dice que hay quienes argumentan que los niveles de desigualdad pueden lucir ligeramente mejor dependiendo de cuánto se valoren los beneficios del acceso a la salud (en el contexto de los Estados Unidos, Medicare, Medicaid, o el seguro de salud ofrecido por el empleador) (xiv). Ésta es la línea argumentativa de la Heritage Foundation, un think tank poderoso republicano que se ubica tan a la derecha que incluso critica fuertemente a compañías como Amazon, American Airlines, Apple, Bank of America, Coca-Cola, Facebook, General Electric, Google, Hershey, Microsoft, Target, Twitter, y Uber por ser corporaciones que, con el fin de promover la “tolerancia” para ciertos clientes, erosionan las libertades de otros (comillas en el texto original). Este argumento tiene dos problemas según Stiglitz: 1) el aumento de la inversión en salud puede ser atribuido al incremento de los costos médicos; 2) las cifras lucirían considerablemente peor si se tomara en cuenta la cuestión de la creciente inseguridad económica de los trabajadores, la cual deriva de un mercado laboral que carece de seguridad social. Debido a la carencia absoluta de los seguros de desempleo e invalidez, a la proliferación de los trabajos temporales y a la enorme extensión del mercado informal, las cifras de desigualdad en Colombia serían entonces peores de lo que actualmente se admite.

El segundo punto fue detalladamente argumentado por E. Conard (quienes hablan francés imaginarán la gracia que me causa la ironía de que el apellido de un defensor de tal argumento sea tan similar a connard) en Unintended Consequences, un libro publicado el mismo año que The Price of Inequality (2012). De acuerdo con Stiglitz, el argumento de Conard corresponde a una nueva versión del viejo mito del trickle-down economics (economía del goteo: quienes poseen el capital dejan caer gotas de su riqueza para beneficiar a los de abajo), el cual, aunque tiene un largo pedigree, hace tiempo fue desacreditado (Stiglitz 2013: 8). El mito (tal y como lo desarrolla Conard) reza que dado que los ricos son quienes generan empleo darles más dinero a ellos garantiza la expansión del mercado laboral. La ironía de esto, continúa Stiglitz, es que el autor de Unintended Consequences, al igual que Mitt Romney (quien fuera candidato republicano en la contienda presidencial estadounidense en 2012, año de publicación de ambos libros y a quien Conard apoyaba), hace parte de una firma de capital privado con un modelo de negocios establecido el cual implica hacerse cargo de compañías, acumular deudas, “reestructurar” [comillas en el original] mediante el despido masivo y vender las propias acciones antes de que la compañía entre en banca rota (Stiglitz 2013: xvi). Contrariamente a lo que reza el mito –que la riqueza de los ricos desciende a los pobres– lo que se ve actualmente, en Estados Unidos, Europa y por supuesto Colombia, es que “la riqueza que ha ido creciendo en lo alto de la pirámide social ha sido obtenida en detrimento de quienes están abajo” (Stiglitz 2013: 8). Dicho de otro modo, y como lo prueba Stiglitz, mientras el “trickle-down econonomics” no funciona, el “trickle-up economics” sí que lo hace” (Stiglitz 2013: 9). Por supuesto, este mito ha constituido la piedra angular de los programas económicos de los presidentes que se han sucedido en Colombia y es el punto central de la propuesta económica de Uribe-Duque-Ordóñez-Ramírez-Morales.

Es cierto que para la mayoría de la gente –en un país tan a la derecha como Colombia– resulta difícil deshacerse de largos decenios de propaganda anti-izquierda (intensificada de manera brutal durante la actual campaña presidencial) en tan poco tiempo. Sin embargo, quisiera terminar este texto apelando de nuevo a aquellas personas que han tenido el “privilegio” de la educación y/o que tienen capacidad de discernimiento para que no se dejen manipular más por la campaña sucia anti-Petro actual, la cual se ha apoyado en mentiras y tergiversaciones para generar desazón y miedo respecto al programa de gobierno de la Colombia Humana. Como el trabajo de Stiglitz lo prueba, poner la desigualdad en el centro del debate político y económico no es un gesto del “extremismo de izquierda”, sino una de las preocupaciones más importantes de la actualidad. Quienes defienden el modelo económico retrógrado del trickle-down economics (cuya continuación garantiza la perpetuación de la polarización social, la cual tiene efectos negativos sobre la calidad de vida de la sociedad en su totalidad) son los mismos que se han beneficiado siempre de éste. No lo digo yo, sino uno de los más reputados economistas del mundo, Doctor en Economía del muy prestigioso MIT y Premio Nobel de Economía 2001, Joseph Stiglitz.

  • Stiglitz, Joseph E. (2013) (edición de bolsillo). The Price of Inequality. London: Penguin.

Saldré del abstencionismo y votaré por la “Colombia Humana”

Llevo una semana dándole vueltas al asunto pero la decisión está tomada: el domingo 27 de mayo de 2018 saldré de mi abstencionismo y votaré por Gustavo Petro. Quienes me siguen por Twitter sabrán que no ejerzo el derecho al voto en Colombia porque considero – y la evidencia que apunta a que tengo razón es abundante hasta el hastío – que la “democracia” allí, además de limitarse a participación electoral, es una fachada que ha permitido al estado colombiano cometer crímenes atroces que siempre han quedado en la impunidad.

Mi asqueo con el proceso electoral en Colombia empezó aquel domingo en mayo de 1994 cuando, recién llegada a la mayoría de edad, voté por Ernesto Samper Pizano a la presidencia. Esa noche, viendo las noticias justo cuando se anunciaba su triunfo, presencié un acto abyecto que me hizo comprender la extensión del patetismo de la clase política tradicional colombiana: la pataleta en vivo y en directo en la televisión nacional de Andrés Pastrana, quien lloraba de manera inconsolable (cual muchachito malcriado) porque había perdido la contienda y él “¡quería ser presidente como su papá!” (probablemente esas no fueron sus palabras textuales, pero ese es el mensaje que recuerdo). Acto seguido entregaba un cassette que, decía él, acababa de recibir anónimamente y en el que se denunciaba a la campaña de Ernesto Samper de haber recibido dineros del narcotráfico. Yo no sabía (y aún no lo sé) si las acusaciones eran ciertas o falsas, sólo sabía que hasta muy recientemente en aquel entonces, Pablo Escobar había sido uno de los queridos del establecimiento. También sabía, porque soy de Medellín y allí vivía en ese momento, que el narcotráfico había permeado todas las esferas de las sociedad colombiana. Si el dinero del narcotráfico había construido urbanizaciones, restaurantes y centros comerciales, me preguntaba, ¿qué de raro tiene qué haya infiltrado una campaña presidencial?

En 1998 decidí no votar, pues le había perdido totalmente el respeto a un sistema político donde un presidente electo no tiene “responsabilidad política” frente a lo que pasa en su campaña y un homúnculo del nivel moral, ético e intelectual de Andrés Pastrana era referente político, jefe de partido y, además, nuevamente candidato a la presidencia. En ese tiempo hacía mis estudios en EAFIT y mis compañeras decían todas que iban a votar por Pastrana porque era un “papasito” y ya era hora de tener a un tipo de buena pinta como jefe de estado. En el 2002 decidí inscribir la cédula porque la idea de que Álvaro Uribe – a quien conocía por su rol en la gobernación de Antioquia y por las Convivir – llegara a la presidencia me aterrorizó. Si bien yo ya no vivía en Colombia, muchos de mis seres queridos sí vivían allí. Inscribí entonces la cédula en el lugar que correspondía y, aunque en aquella ocasión no pude votar por razones ajenas a mi voluntad, la cédula sigue allí inscrita.

No tengo que enumerar las múltiples maneras en las cuales los ochos años que pasó Uribe a la cabeza del estado y el continuismo de muchas de sus políticas durante los ocho años de su sucesor, Juan Manuel Santos (y no, no creo en la paz de un presidente que ha observado impávido la exterminación de los líderes sociales desestimándola como “casos no sistemáticos” que son producto de “líos de faldas”), minaron aún más una democracia que jamás ha existido. Desde hace mucho tiempo entiendo la participación en los procesos electorales en Colombia como un acto de legitimación de un régimen cuasi-dinástico, cleptocrático y asesino (de los más pobres y los más vulnerables) que se ha perpetuado en el poder a punta de propaganda, trampa y alianzas tenebrosas.

Pero esta vez voy a votar, lo cual no significa que me hago esperanzas. Lo más probable es que Petro no gane, ya sea porque finalmente el respaldo no está, o porque la maquinaria de Vargas Lleras se pone en marcha y contra ese monstruo nadie puede, o porque la Registraduría se roba las elecciones. En la situación hipotética de que ganara, la institucionalidad en pleno con la ayuda de la élite colombiana y de los medios masivos de comunicación se darán a la tarea minuciosa de ponerle todos los palos en las ruedas que les sea posible. Así como cuando fue alcalde de Bogotá. El éxito de tal estrategia fue tan contundente en aquella ocasión que lograron convencer a la ciudadanía (a la que vota, porque la tasa de participación fue muy baja) de reelegir a Enrique Peñalosa, el mismo individuo que ya en su primer mandato les había metido un sistema de buses en lugar de un metro y quien actualmente está empeñado (en contra de la voluntad ciudadana y muy seguramente para garantizar el crecimiento de capital de ciertos inversores) en convertir a Bogotá en el peor hueco urbano del Sur Global: máxima contaminación, máxima proliferación de cemento, más buses, más trancones, más polarización social, más tiempo de commuting para los trabajadores, menos árboles, etc. También es posible – y me perdonará el señor Gustavo Petro y su familia por ser así de directa – que lo maten. Todos sabemos que tal escenario no es irrealizable en Colombia.

Mi cambio de posición – del abstencionismo como acto político de protesta a la participación electoral – tomó forma la semana pasada a partir de tres cosas que vi por Twitter. Curiosamente, la decisión final llegó leyendo un artículo en la Revista Semana (!) acerca de la multitudinaria presencia popular en la Plaza de Bolívar la noche del 17 de mayo donde Petro se presentó para hacer su último discurso. El artículo en cuestión es el primero que leo en dicha revista que reporte acerca de Petro sin la saña habitual. Por supuesto, su autor no pudo reprimir el deseo de mencionar una de las falacias argumentativas más martilladas de la campaña, el tal poder polarizador de Petro: “En los discursos de Petro […] no hay un mundo solo en blanco o solo en negro”, escribe, y no hace falta entrar en detalles sobre los problemas lógicos de tal premisa. Como si la polarización social de clases existente en Colombia fuera fruto de la retórica petrista en vez de una realidad innegable: el World Inequality Report, por ejemplo, encuentra que aunque la desigualdad en América Latina disminuyó ligeramente, en Colombia y en Brasil ésta sigue siendo stubbornly high.

En realidad no es Petro quien me convenció y, aunque es su nombre el que marcaré en el tarjetón, no es sólo por él por quien votaré. Por supuesto, Petro es el único en la contienda con quien puedo identificarme ideológicamente. Como lo explica claramente Iván Olano Duque en este hilo, durante su gestión en Bogotá — y a diferencia de la clase política que ha reinado en Colombia — Petro trabajó por “la niñez, los trabajadores, los ciudadanos de a pie” en lugar de estar “al servicio de los intereses económicos de contratistas amigos, las petroleras y fabricante de buses, la banca y los fondos buitre”. Muchos que han trabajado con él dicen que es un ser de una arrogancia insufrible y les creo, pero matizo: esa arrogancia le ha permitido pasar por encima de los incesantes ataques de la clase política, la élite y los medios colombianos, muchos de los cuales se han articulado alrededor de sus orígenes sociales. Además tal arrogancia no es característica única y exclusiva suya, como bien lo han demostrado hasta la saciedad los integrantes de la Coalición Colombia. A diferencia de todos los otros candidatos, a Gustavo Petro se le exige absoluta perfección (algo que, en mi trabajo académico, leo a partir de la hipótesis que la afiliación política opera en Colombia como una variante social equiparable a la raza, el género, la sexualidad, la clase social).

Sin pretender desestimar su carisma, más que por Petro votaré por la esperanza que parece motivar a todos aquellos quienes han decidido organizarse de manera voluntaria para sacar la campaña de la “Colombia Humana” adelante. La Revista Semana reporta que estos voluntarios son, entre otros, “líderes sociales, hip hopers, barristas, animalistas e indígenas.” En efecto, a diferencia de los otros candidatos, quienes representan ligeramente diferentes sabores del Establecimiento, la “Colombia Humana” parece estar siendo apoyada por sectores populares y diversos, incluyendo — y de nuevo de acuerdo con Semana — “la guardia indígena de los Nasa”, el “Movimiento Alternativo Indígena y Social (Mais)”, “73 familias embera chamí y embera katíos”, entre otros. En el evento del 17 de mayo también participó “Totó la Momposina” (no es necesario enfatizar el contraste entre ella y Silvestre Dangond). Para alguien con mis preocupaciones políticas, esto debería ser suficiente. Sin embargo, la “Colombia Humana” ofrece más. Por ejemplo, una vicepresidenta de la talla de Ángela Robledo y un enfoque ambiental que consistentemente se ha opuesto a la catástrofe absoluta que es el Fracking. Sin embargo, el detalle crucial que más peso tiene para mí es que Gustavo Petro es el único de quienes están en la contienda que dice sin ambages lo que siempre he pensado y que creo es vital para poder empezar a escribir la historia de Colombia de otra manera: Álvaro Uribe “[encarna] lo más corrupto de la clase política” colombiana. Como lo dije anteriormente por Twitter, tal vez en Colombia se esté ad portas de un momento histórico que abrirá la posibilidad de romper finalmente el ciclo maldito de violencia, miseria e impunidad que se ha perpetuado más allá de lo que es tolerable. Y tal vez mi voto pueda contribuir a que esto ocurra.

Conversando con Ivan Olano Duque acerca de las preguntas retóricas

Querido Iván,

Me contactas por privado para comentar sobre mi último tuit de hace un par de días donde exhorto a quienes escriben no-ficción a proscribir las preguntas retóricas de sus escritos.

Me alegró leer tu mensaje pues, siguiendo la línea de otro previo que me habías enviado, desestabiliza el género (genre) de la escritura en Twitter tanto en la forma como en el contenido: primero, en vez de un mensaje corto y mal escrito (como los que yo misma suelo escribir por el canal privado) es una mini-carta de tres párrafos, bien redactada y claramente estructurada; segundo, me haces saber que prestas atención a lo que digo, además de pensar en lo que digo para incluso tenerlo en cuenta y, finalmente, tienes la generosidad de hacérmelo saber. Este último punto en particular me motivó a escribirte y a hacerlo de manera semi-formal y pública pues la actitud contraria, que últimamente he sentido abunda en Twitter, es la razón principal que me ha alejado de la plataforma. Siento que hay muchas personas allí ávidas de tomar ideas de otros para hacerlas pasar como propias en un ejercicio de apropiación descarado para completo beneficio propio.

Pero no quiero hablar de lo que me aqueja de Twitter, o de mi percepción acerca de cómo Twitter funciona en el contexto colombiano, sino exponer un poco mi posicionamiento respecto a las preguntas retóricas y que tal vez esto nos sirva a ambos (y a quienes se animen a leer) para nutrir la reflexión.

Creo de manera fehaciente que las preguntas retóricas son, como lo dije por Twitter, irritantes y una pérdida de espacio. Creo además que en lugar de centrar a quien lee en torno al argumento, arriesgan que éste/a se ponga a especular respecto a la verdadera intención detrás del uso de tal figura del lenguaje por parte de quien escribe. Dicho de otro modo: una pregunta retórica desencadena un ejercicio especulativo de parte de quien lee respecto a cómo se posiciona quien escribe respecto al enunciado codificado en forma de pregunta. Pero el objetivo de un texto de no-ficción, considero, no debería ser desencadenar especulaciones sino avanzar un argumento.

Mi hipótesis (informada pero no testeada), es que la (des)valoración de las preguntas retóricas está estrechamente conectada con la tradición intelectual de la lengua en la que se escribe. El ensayo en la tradición anglo-americana, por ejemplo, es muy distinto al ensayo en la tradición francófona. En inglés, se parte de una tesis redactada de manera clara (que no da lugar ni a especulaciones ni a ambigüedades) y a medida que se avanza se expone la evidencia para al final mostrar que sí se probó lo que se quería probar desde un principio. En la tradición francófona el procedimiento es inverso: se parte de una hipótesis que suele formularse en forma de pregunta la cual el texto empezará a responder paulatinamente a medida que se presenta la evidencia. Visto de este modo el ensayo en francés es como quitarle capas a una cebolla partiendo de una pregunta respecto al núcleo de la misma. Este segundo modelo, pienso, es terreno propicio para el uso (y abuso) de las preguntas retóricas que funcionan precisamente como un estratagema que crea suspenso en el momento justo antes de quitarle una capa a la cebolla de tipo “¿y aquí qué tenemos?”.

Casualmente ando por estos días estudiando un texto en español de un excelente académico colombiano, quien además tiene una excelente prosa, y que me ha sorprendido (en realidad ligeramente fastidiado) porque hace uso (aunque poco) de preguntas retóricas. El libro, al igual que su prosa, me siguen pareciendo excelentes, sin embargo, sí me pregunté justo hoy si era que en español el modelo de escritura era más cercano al francófono. (Lo cual no me sorprendería pues la tradición intelectual y académica latinoamericana están altamente influenciadas por la tradición francesa.)

Para finalizar, no pretendo de modo alguno afirmar que un modelo es mejor que el otro (aunque mis propias preferencias al respecto estén claras) pues supongo que en el fondo es una cuestión de estilo.

Un saludo de vuelta,

Isis


					

Traducción: La desigualdad está siendo cuestionada, pero ¿en qué consiste entonces la equidad?

Artículo de Jo Littler* traducido con autorización de The Guardian. Puede leer la versión original aquí.

 

Resaltar las desigualdades fue un tema recurrente en 2017: desde las denuncias #MeToo acerca del sexismo sistemático más allá de Hollywood, a la presidenta del FMI  [Fondo Monetario Internacional] quien dio señal de alerta por el aumento creciente de la desigualdad económica global, pasando por las imágenes incendiarias del movimiento Black Lives Matter.

¿Pero cómo debería tal indignación ser expandida para imaginar y crear una verdadera equidad este año? Suele ser más difícil responder esta pregunta que señalar ejemplos específicos de desigualdad.

Durante las últimas décadas las narrativas más influyentes sobre qué es la equidad han sido creadas por la derecha política. La equidad, se nos ha dicho incesantemente, significa máxima movilidad social y “meritocracia”, es decir, una sociedad donde se trabaja duro para liberar nuestro potencial y subir por la escalera del éxito.

Esta idea de igualdad de oportunidad ha saturado la cultura popular desde los años ochenta, desde novelas en las cuales jóvenes empleadas domésticas trabajan duro hasta convertirse en propietarias de centros comerciales, hasta empresarios ambiciosos que enseñan despectivamente las reglas de los negocios en shows de tele-realidad, pasando por los shows de talento cubiertos de lentejuelas que venden el sueño de que cualquiera puede hacerlo. Tal vez los formatos hayan cambiado, pero las historias de base siguen siendo las mismas.

En el mundo de la experiencia vivida, sin embargo, las cosas son de alguna manera diferentes. Donald Trump está supervisando un plan que trasladará 200 billones de dólares de las familias a las corporaciones. El Reporte Mundial de Desigualdad producido por Thomas Piketty y sus colegas acaba de revelar que el 0.1% de las personas más ricas del mundo ha adquirido una riqueza, de la creada globalmente desde la década de los ochenta, equivalente a la adquirida por la mitad de la población adulta mundial.

En el Reino Unido la comisión de movilidad social del gobierno dimitió en bloque. “No existe actualmente una estrategia general para abordar las diferencias sociales, económicas y regionales que afronta el país”, declaró el Reporte del Estado de la Nación sobre la Movilidad Social de 2017, el cual fue publicado al mismo tiempo que los ministros de la comisión dejaban su función. Este reporte llamó la atención sobre las geografías de privilegio extraordinariamente desiguales, un declive severo en movilidad social intergeneracional, la baja financiación de los pueblos costeros, las redes de transporte diezmadas y las escasas posibilidades para los/las niños/as que crecen en “puntos fríos de movilidad social”.

En filosofía política, la igualdad de oportunidades es una formulación de la derecha que se opone a la igualdad de resultados, la cual es una formulación de la izquierda. Su mantra de la meritocracia es usado para convencernos de que la movilidad social hacia arriba es responsabilidad nuestra como individuos y que siempre y cuando empecemos a partir de igualdad de condiciones, las profundas desigualdades de riqueza son aceptables. Más aún, éstas pueden ser un incentivo para el crecimiento.

El problema, por supuesto, es que tal formulación es una tautología pues ¿cómo podemos partir de igualdad de condiciones en una sociedad donde existen profundas diferencias de riqueza? Esto no es sólo imposible, sino que asumirlo constituye un absurdo. Sin embargo, la idea de que es posible ha sido tan generosamente financiada y promovida que actualmente se acepta como un hecho. Un conjunto selecto de ejemplos de movilidad social son enfatizados para hacerlos pasar como la norma social, mientras que las posibilidades económicas de la mayoría de la gente (las cuales tienen implicaciones en sus opciones de vida) van en caída libre. Incluso el Guardian no es inmune a la promoción de estos ideales combinados, publicando recientemente un artículo donde se argumenta que los vice-chancellors universitarios bien se merecen sus estratosféricos salarios.

La igualdad de oportunidades es poderosa (como idea) porque apela a nuestro sentido de esperanza, oportunidad y posibilidad y, simultáneamente, crea las condiciones para que sea imposible (como realidad). Esto es lo que la teórica cultural Lauren Berlant denomina como “optimismo cruel”. En años recientes, una industria integral de movilidad social ha sido construida para fomentar esta esperanza al mismo tiempo que se trabaja contra la posibilidad misma de su realización en el plano material. Foxtons – agente inmobiliario de las élites de Islington y Kensignton [dos zonas de Londres] – acaba de convertirse en el patrocinador orgulloso de los Premios de Movilidad Social en el Reino Unido.

La igualdad de oportunidades suena como equidad pero no lo es. La igualdad de resultados, en cambio, sí lo es. Interesada en los recursos económicos y materiales que la gente alcanza en el transcurso de la vida, el concepto ha perdido la batalla de la opinión pública durante las décadas pasadas. Ha llegado entonces el momento de revivirlo y así contrastar la idea abstracta de “oportunidades posibles” con la cruda realidad de a dónde llegan y qué obtienen las personas.

Una sociedad más equitativa sería una sociedad donde todas las personas tienen albergue, acceso a los servicios de salud, educación, alimentación , trabajo y tiempo para el descanso. Una sociedad donde no hay discriminación en función de la identidad, ni del sexo, ni del color de la piel. Una sociedad en la cual exista un sistema de “lujo público y suficiencia privada“, i.e, un sistema de bibliotecas, galerías y parques que sean espacios en los cuales todo el mundo puede participar. Este tipo de sociedad requeriría enfatizar objetivos equitativos y limitar drásticamente el poder corporativo y los salarios excesivamente altos. Implicaría acatar la demanda por los servicios públicos universales. Significaría darle prioridad al cambio climático puesto que es algo que afecta a todo el mundo.

Hay algo en la acusación de que la igualdad de resultados puede sonar como una solución final y autoritaria, mientras que la igualdad de oportunidad da la impresión, al menos, de poder crecer y florecer. Abordar este problema nos conduce a la esencia misma de cómo la equidad debería ser percibida: para que la equidad sea tentadora y verdaderamente democrática, se requiere primero profundizar la democracia misma.

Esto demandaría, por ejemplo, que haya partidos políticos donde el nivel local tiene un peso político en contraste con los “cascos vacíos” que dejaron en este sentido tanto el Blairismo como el Clintonismo (lo que Peter Mair designó como una “democracia sin partidos”). Significaría involucrar a los/as trabajadores/as en los planes para salir de los combustibles fósiles y entrar hacia las energías verdes, de la misma manera como los/as trabajadores/as manuales crearon propuestas para tipos de manufactura socialmente útiles en los años setenta cuando la compañía Lucas Aerospace se estaba cerrando. Significaría dejar de utilizar el sistema de vías férreas, de salud y de educación como espacios para que las corporaciones hagan sus beneficios.

También significaría tomar en cuenta las lecciones de coproducción, i.e., involucrar seriamente a los usuarios de las instituciones públicas (tales como hospitales y escuelas), en lugar de perpetuar los gestos de consulta artificiales que son sintomáticos de un servicio corporativo al cliente.

Hay innumerables ejemplos innovadores de democracia participativa sobre los cuales se puede construir – incluyendo la onda de revitalización de los gobiernos locales del “nuevo municipalismo”, tales como la plataforma ciudadana Barcelona en Comú (Barcelona en común). En el Reino Unido, la democratización de la membresía al partido laborista y la energización de las bases han sido enormemente influyentes en cautivar e involucrar el voto joven (la última elección general tuvo la tasa de participación joven más alta en los últimos 25 años). El feminismo hashtag de #MeToo empezó como un movimiento de bases en los Estados Unidos para ayudar a sobrevivientes de abuso sexual en comunidades marginales que no cuentan con centros de apoyo para víctimas de violación. En Mississippi, Cooperation Jackson está construyendo, a partir del movimiento Black Lives Matter y a través de su “economía solidaria”, una red local de sitios co-operativos incluyendo almacenes, un centro educativo y un banco.

En muchos aspectos la equidad es un tema complejo porque las vidas e identidades de la gente son infinitamente variadas, pero de otra manera también se trata de algo simple: la desigualdad, la discriminación y el autoritarismo son repulsivos.

En 2018 necesitamos alejarnos de las mentiras trilladas de la “igualdad de oportunidades”, la “meritocracia” y la “movilidad social”. Debemos trabajar más por la equidad en términos de resultados reales, mientras abrimos nuestras imaginaciones políticas a nuevas y más diversas formas de participación democrática.

*Dr Jo Littler es docence e investigadora en el Departamento de Sociología de City, Universidad de Londres. Su libro Against Meritocracy: Culture, Power and Myths of Mobility (Routledge) fue publicado en 2017.